lunes, 18 de abril de 2011

No son pirómanos...


No son pirómanos, son aprovechados

El perfil de provocador de incendios es el de una persona cuerda con intereses en juego o un imprudente - Los psicópatas se suman luego

El gran combate se libra en verano, con las lenguas de fuego multiplicándose por la accidentada orografía española y miles de personas enfrentándose a las gigantescas paredes de llamas; o peor aún: a los abrasadores y traicioneros remolinos que succionan y devoran lo que encuentran a su paso, sin distinguir entre el matorral y el bosque, entre los pinos y eucaliptos y los árboles centenarios, entre la flora y la fauna, entre el pasto y las viviendas. La indignación estalla al calor de la batalla, pero no encuentra sosiego cuando la tempestad de fuego y humo pasa y aparece el paisaje de la desolación: arboledas consumidas, tierras calcinadas, despojadas de su cubierta vegetal, acuíferos contaminados...; un paso más hacia la desertificación.

"¿Quién ha sido?", reclama la gente, exacerbada por la sospecha de que los culpables burlaran la acción de la justicia y que, en cualquier caso, no hay castigo suficiente con que pagar tamañas fechorías. En las webs y en los bares, en las calles y en las casas, abundan las predicciones apocalípticas y las soluciones expeditivas, no muy diferentes a la antigua práctica de arrojar al incendiario a la hoguera, castigarle con cincuenta latigazos o someterle a la prueba del juicio de Dios: que atraviese desnudo un campo de troncos ardientes. Es la reacción refleja a la perturbadora asociación del fuego y el pánico que se desata, sobre todo, en los casos, cada vez más frecuentes, en que las llamas surgen en tierra de nadie, entre el campo y las urbanizaciones, y terminan amenazando las propiedades y las vidas.

La mano que maneja aviesamente el mechero -durante julio y agosto surgen a diario entre 25 y 30 nuevos incendios- conoce muy bien el terreno que pisa y las condiciones ambientales que convierten el monte en una bomba de efectos potencialmente devastadores. En verano acostumbra a prender la mecha cuando el requisito de "los tres treinta": viento de más de 30 kilómetros por hora, temperatura superior a los 30 grados y humedad inferior al 30%, está más o menos cumplido, o en esas horas diurnas en las que la chicharrina alcanza su cenit. Aunque el fenómeno se resiste a la medición, y los accidentes y negligencias son parte del problema, la mayoría de los fuegos están animados por el propósito de quemar. Nadie ha olvidado los 1.900 focos declarados en Galicia entre el 4 y el 15 de agosto de 2006. Esas fechas quedaron grabadas en la memoria ciudadana porque la alarma conmocionó a la sociedad y sacudió las cuadernas de un Estado que, vista la magnitud del fenómeno y las versiones imaginadas que hablaban de motoristas armados con teas moviéndose campo a través, llegó a pensar que se enfrentaba al desafío de grupos mafiosos del crimen organizado.

"Hubo informes policiales que apuntaban en esa dirección, pero empecé a cuestionarlos el día que aterricé en Vigo y me encontré con que en la sección Efemérides de un diario local se reproducía la noticia de que un día como aquel 25 años atrás se habían producido en Galicia 300 y pico incendios", comenta el fiscal coordinador de Medio Ambiente, Antonio Vercher. A instancias de la Fiscalía, la Guardia Civil realizó un trabajo exhaustivo sobre el terreno y llegó a la conclusión de que no había indicio alguno que acreditara la implicación del crimen organizado. "Comprobaron que la inusitada proliferación y propagación del fuego era, antes que nada, consecuencia de las condiciones ambientales extremas. En aquellos días, Galicia era un secarral que prendía con la menor chispa", ratifica José Luis Álvarez, capitán de la Policía Judicial de la Guardia Civil.

A la denominada "cultura del fuego", tan extendida en el agro gallego, castellano y mediterráneo, que hace de la quema una herramienta para deshacerse de los rastrojos, despejar pasos, eliminar áreas de matorral, se unió, en este caso, el "efecto llamada" que llevó a no pocos "espontáneos" a sumarse a la orgía de fuego. "Conviene no confundir al incendiario con el pirómano, que es una persona con trastornos psiquiátricos", advierte José Joaquín Aniceto, coordinador de agentes medioambientales en Cádiz y estudioso de la cuestión. "Al utilizarlo erróneamente como sinónimo de incendiario soslayamos el hecho de que la gran mayoría de los incendiarios son gentes normales que actúan así por interés: convertir tierras de matorral en pastos para el ganado, facilitar la caza, quemas agrícolas incontroladas, venganzas... Únicamente el 5% o 6% de los incendios intencionados son obra de enfermos pirómanos", apunta.

Es un dato que corroboran los investigadores policiales. "De los 26 incendiarios encarcelados que he entrevistado, sólo uno puede ser clasificado como pirómano. Se trata de una persona fascinada por el fuego que ha quemado desde siempre. En cuanto se le pone en libertad, la organiza", indica el capitán José Luis Álvarez. Pese a que la elaboración de un censo de pirómanos sería anticonstitucional, el potencial peligro de algunos de estos enfermos lleva a someterles a vigilancia preventiva en determinados momentos. Un incendio cercano puede desatar en ellos el afán de emulación, y algunos acostumbran a celebrar su cumpleaños con un combinado de fuego y alcohol. Si el gran incendio de Guadalajara de julio de 2005 (ocho forestales expertos atrapados mortalmente) trajo consigo el nacimiento de la Fiscalía de Medio Ambiente y la creación de la Unidad Militar de Emergencia (UME), que cuenta con casi 4.000 efectivos, la devastación del campo gallego del año siguiente catapultó la investigación sobre las causas y autorías de los incendios. A partir de entonces, la batalla contra el fuego adquirió una nueva dimensión.

Durante estos años, los investigadores han trabajado en un programa destinado a responder a la pregunta de quién quema el monte, una cuestión capital porque la gran mayoría de los fuegos pasan sin origen ni autor conocido y porque, como saben bien los incendiarios, éste es un delito que se perpetra bajo el paraguas de la casi impunidad. De hecho, sólo 385 incendios, de los 11.612 declarados el pasado año en España, dieron lugar a acusaciones o detenciones, casi siempre difíciles de probar o justificar, puesto que quienes actúan con malicia no acostumbran a quedarse a ver el espectáculo de las llamas. "Se trata de encontrar la relación causal entre autoría y delito para poder acotar los círculos de sospechosos y encontrar al autor", apunta José Luis Álvarez. En ese propósito, los agentes han aplicado cuestionarios psicotécnicos y entrevistado a los autores confesos de 104 incendios intencionados.

Aunque lo exiguo de la muestra no permite, por el momento, acreditar perfiles científicos muy definidos, la investigación ha aportado ya datos significativos. Se sabe que en 27 de los 104 casos analizados, el responsable de la quema del monte actuó "sin un sentido claro", que 20 buscaban beneficiarse con el incendio y que otros 11 intervinieron movidos por la venganza. Los 46 restantes hicieron un uso inadecuado de las prácticas tradicionales de utilización del fuego, pero actuaron sin dolo, sin el propósito de causar un desastre. En algunos casos, se trata de personas de edad avanzada que siguen trabajando en el campo, pese a que han perdido pericia y reflejos. El bosquejo de datos se completa con el análisis de los incendiarios encarcelados por la gravedad de sus actos. Resulta que en estos casos, la mayoría de los fuegos, 36 de los 54 estudiados, fueron obra de ese tipo de incendiario que actúa "sin sentido", aparente o conocido.

"No se les puede clasificar como locos, aunque, cuando se les interroga, no van más allá de decir que si quemaron el monte fue porque estaban allí, porque se aburrían, por ver actuar a los helicópteros y a las brigadas, y cosas así", señala José Luis Álvarez. Ese preso por incendiario sí tiene un perfil dominante: varón español, de entre 30 y 44 años, soltero con antecedentes de incendio en el 30% de los casos y por delitos ajenos al fuego en otro 30%. Posee un nivel educativo bajo (analfabeto o estudios elementales), vive solo o con sus padres en una casa aislada o en una aldea o pueblo. Si trabaja, lo hace, por lo general, en tareas del campo poco cualificadas y se integra bien en el mundo laboral. Está o ha estado en tratamiento psicológico o psiquiátrico y abusa de sustancias psicóticas, sobre todo del alcohol.

Ésos no son los rasgos de la gran mayoría de las personas que queman el monte por imprudencia o por interés. "Debemos seguir trabajando en los perfiles psicosociales. Nos faltan muchas cosas por saber, y hay que tener en cuenta que quemar el monte es muy fácil y no implica un gran castigo", señala José Antonio Sánchez, capitán de la Guardia Civil adscrito a la Fiscalía de Medio Ambiente. ¿Habría que endurecer las penas en un país como España de elevadas temperaturas veraniegas, amenazado por la desertificación? "Nuestra legislación es similar a la europea. Podemos pensar que las penas no son muy elevadas, pero ya tenemos condenas de 10 años de prisión. El Código Penal contempla hasta 20 años de cárcel cuando el incendio conlleva un riesgo para la vida de personas", explica el fiscal coordinador de Medio Ambiente.

Entre quienes combaten el fuego se ha instalado la convicción de que la batalla ha empezado a ganarse. Los cambios normativos que impiden la recalificación de terrenos quemados o la venta de madera resultante de un incendio se están revelando eficaces, al igual que la sustitución del principio "el que contamina paga" por el más exigente: "el que contamina repara", establecido en la Ley de Responsabilidad Ambiental. "Hemos mejorado mucho. Hasta hace pocos años, un loco, un gamberro, un vándalo podía ir por las cunetas quemando todo lo que tenía a mano sin que nadie reaccionara. Ahora, la gente llama en cuanto ve una columna de humo y enseguida llegan las brigadas o el helicóptero. Por eso, la mayoría de los incendios son sólo conatos (superficie quemada inferior a una hectárea)", comenta José Luis Álvarez. Con 72 medios aéreos, entre ellos, 22 aviones anfibios con capacidad de verter 5.500 litros, medio millar de especialistas en extinción y la unidad militar, el Gobierno central ha reforzado su capacidad de combatir el fuego, al tiempo que incrementaba el presupuesto -de los 30 millones del pasado año se ha pasado a 44- destinado a las campañas de prevención.

En este ambiente esperanzado, pero ajeno a toda euforia, una incógnita sigue siendo la coordinación con las autonomías. "Debería ser obligatoria y estar en función de los intereses generales, no sólo nacionales, sino también comunitarios, porque no hay que olvidar que la UE tiene competencias en materias ambientales", opina Antonio Vercher.

¿Tiene sentido que la dirección de la extinción de los incendios recaiga en las autonomías cuando los grandes medios están en manos de la Administración Central? "Las autonomías participan en todas las instancias de coordinación. Nosotros actuamos a la demanda, ponemos los medios en la medida en que nos los solicitan", indica el subdirector de Política Forestal y Desertificación, José Antonio González. También él cree que se está ganando la guerra. "La masa forestal está aumentando globalmente porque repoblamos más de lo que perdemos", asegura. Ahora, en la canícula, toca apretar los dientes y defender los bosques, sin perder de vista que esta batalla se libra, en gran medida, en invierno, con la limpieza del monte y la retirada del combustible fósil que alimenta la voracidad del fuego y facilita tanto el crimen incendiario.

EL PAIS

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