miércoles, 16 de junio de 2010
Retratos para la eternidad
Retratos para la eternidad
Vestidos de gala, con sus seres u objetos queridos, los recién finados eran retratados con mimo en el siglo XIX. La fotografía mortuoria era más común que la de bodas o vacaciones. Con el siglo XX bajó la mortalidad infantil, llegaron las guerras, la muerte devino tabú y estos retratos resultan hoy, al menos, inquietantes. Salvo para quienes los coleccionan.
El pariente llegaría cansado. Habría cabalgado durante horas hasta la casa del fotógrafo. “Traigo malas noticias”. Pactarían un precio, casi el doble del de un retrato normal, y viajarían de vuelta a casa del muerto. El fotógrafo planificaría la escena. “Me colocan al difunto más cerca de la ventana que aquí no hay luz”. La familia ya lo habría vestido con sus mejores galas. El artista pondría a los parientes alrededor del féretro o les haría sacar el cadáver de la caja. “¿Cuál era su sillón favorito?”.
Muchos nos enteramos de la existencia de la fotografía mortuoria por la película Los otros. Cuando Nicole Kidman descubre un álbum de difuntos grita: “¡Qué macabro, lo quiero fuera de mi casa!”. En aquel álbum aparecían imágenes del descatalogado Sleeping Beauties. “Un libro inquietante y repulsivo”, según John Updike, “que abrimos con dificultad aunque dentro sólo hay quietud y ternura”. “Lo han robado de la mayoría de las bibliotecas”, se jacta su autor, Stanley B. Burns, oftalmólogo de Nueva York que ha escrito 34 libros sobre fotografía histórica. Es el gran conservador de un arte que ha estado a punto de desaparecer: “Si encuentras en el desván la foto de tu tatarabuela muerta, lo más probable es que la tires; sin embargo, hace tres generaciones estas imágenes se encargaron con todo el cariño”.
La casa de Burns en Manhattan es una caries victoriana en la jungla de rascacielos. El doctor abre con perilla de chivo y unas increíbles gafas de los años veinte. Conserva un millón de daguerrotipos, ambrotipos y fotografías de más de cien años, casi todas en torno a la muerte, la violencia o la enfermedad. “Tenemos cinco chimeneas, pero no me atrevo a encenderlas”, dice señalando las miles de cajas en las que se apila su extraordinario archivo. Un huracán de imágenes impactantes: trincheras nazis, manicomios decimonónicos, linchamientos, Al Capone, Bonnie y Clyde… “Cuentan la otra historia”, dice Burns, “la mayoría de los libros muestran una y otra vez las mismas viejas fotos…, ¿cuántos Walker Evans necesitas ver? Yo quiero mostrar lo que no se enseña”. Cuatro mil de sus fotografías son retratos de difuntos, una práctica común desde la segunda mitad del siglo XIX hasta mediados del XX, entre la burguesía neoyorquina y en la selva mexicana, en las casas victorianas de Londres y en las aldeas de Pontevedra.
Burns encontró su primera pieza por casualidad a principios de los setenta, cuando coleccionaba antiguas fotos médicas: una madre sostenía un bebé muerto por sarampión. “Tenía un aura, una poética…, se notaba que era un recuerdo; nunca había visto nada parecido”, admite. “Ahora el coleccionismo está muy extendido, en gran parte por mi culpa”.
La familia colocaría sus objetos favoritos alrededor del muerto; los juguetes del niño, el misal de la abuela. Si querían que pareciese vivo, le abrirían los ojos con una cucharilla, le sujetarían la cabeza colocando un tenedor entre la barbilla y el esternón o le atarían las manos para que pareciese que rezaba. El marido pasaría un brazo sobre los hombros de su difunta, la madre acunaría al hijo sin vida. Vivos y muertos posarían juntos hasta que la imagen quedase grabada en la placa.
El sobre llega a Madrid desde Los Ángeles marcado Do not bend (no doblar) y con la foto de una niña victoriana en un sofá. Las pestañas excesivamente rizadas y las manos crispadas delatan que no está dormida. El remitente es un vendedor de eBay (donde cada día se cuelgan entre 60 y 80 de estas fotos). El destinatario, Carlos Areces, dibujante y miembro de Muchachada Nui: “No soy un coleccionista al uso, no busco la antigüedad ni lo raro, me importa más la luz, el contraste…”.
Areces atesora unas cien fotos, la mayoría extranjeras, aunque en los reversos también hay sellos de estudios españoles (Busquest en Barcelona, Mínguez en Madrid). Las suele comprar en Internet por unos 50 dólares. Entre sus últimas adquisiciones, la más cara, 200 dólares: unos demacrados trillizos con faldones de bautismo. “He notado que los precios suben cuánto mayor es la decrepitud del finado”, explica el actor.
Llevaba años coleccionando fotos pero Areces también vio su primer post mortem en Los otros: “Son difíciles de encontrar si no las vas buscando y a veces resulta violento”. En una tienda de viejo de Bilbao encontró una foto de una anciana de los años cincuenta. Al preguntar por el precio, el tendero le espetó: “¡Hay que ser hijo de puta para sacarle una foto a una muerta!”. Resulta irónico, la foto fue tomada por el hijo de la retratada para mandársela a un hermano. En el reverso escribió: “Ésta es la cama donde ha muerto madre, como ves hemos cambiado los muebles”. Areces sonríe: “Ésa es la ausencia de morbo que me fascina”.
En ocasiones, la distancia o el clima harían que el fotógrafo tardase días en llegar al velatorio. El cuerpo permanecería rodeado de hielo. Aunque se maquillaba al cadáver, a veces no era suficiente y la familia pediría unos retoques tras el revelado. El fotógrafo, su esposa o los miniaturistas, pintores a los que el nuevo invento había dejado sin trabajo, se encargarían de iluminar la imagen. Dibujarían los ojos abiertos sobre los párpados, sonrosarían las mejillas, incluso inventarían un fondo; quizás unas nubes celestiales rodeando al angelito.
“La fotografía de difuntos se convertía así no sólo en un registro del luctuoso ritual de la muerte, sino en un elemento más del propio ritual”, explica Publio López Mondéjar en La huella de la mirada, una de las escasísimas referencias sobre el tema en España. En su casa, lanzando sobre el sofá fotos desvaídas de muertos antiguos, el académico de Bellas Artes explica que la prensa del XIX estaba llena de anuncios de “se retratan difuntos a domicilio”. “Es increíble que se conozcan tan poco, las hacía todo el mundo, pero las autoridades ignorantes han dejado que desaparezcan”. “Una pena, estas fotos dicen tanto de una cultura como cualquier tratado: que lo que antes era un consuelo ahora nos espante dice mucho de una sociedad que no quiere ver la muerte”.
Los memento mori se remontan a la antigüedad. La tradición no nació con la fotografía, pero sí murió con ella. ¿Por qué dejaron de hacerse estas fotos? Primero, descendió la mortalidad, sobre todo la infantil. “En el XIX en Estados Unidos oscilaba entre el 30% y el 50%”, explica Burns, “al propio Abraham Lincoln se le murieron dos hijos”. Segundo, la fotografía se abarató y la gente dejó de esperar al funeral para pagarla. “Estas fotos fueron más comunes que las de boda o vacaciones”, dice Burns, “hasta que las familias empezaron a tener recuerdos de sus momentos felices”.
Con el cambio de siglo hubo además un cambio más profundo. “En la Primera Guerra Mundial la muerte cambió de significado”, dice Burns, “tanta gente de luto no era buena propaganda, en Inglaterra se prohibió el duelo”. La muerte pasó de la esfera pública a la privada y se dejó de superar en comunidad. “Ahora se lo cuentas a tu jefe y te quedas en casa un par de días, es algo que se comenta en voz baja”, dice Burns, “el sexo fue el tabú del XIX, la muerte es el nuestro”. “Además, entonces la gente moría de un día para otro”, añade, “ahora la medicina extiende las enfermedades y morimos demacrados, una sombra de lo fuimos, un rostro que nadie quiere recordar”.
El fotógrafo haría varias copias para que la familia las repartiese como recordatorios con leyendas como: “Hasta que la muerte nos separe” o “Duerme, querida niña”. Los más pudientes encargaría marcos con flores secas que decorarían el salón principal, donde se celebraba el velatorio. En las casas victorianas, esta sala, parlour, pasaría después a llamarse living room, la habitación de los vivos, para evitar toda asociación con la muerte. En los álbumes de difuntos habría parientes, mascotas y también algún famoso cuyo retrato post mortem se vendía en los quioscos. Valentino fue uno de los más demandados, también Sarah Bernhardt, que murió casi octogenaria, pero se retrató en un ataúd a los treinta para que sus fans tuviesen un recuerdo bonito.
“Yo soy un producto de mi tiempo”, explica Virginia de la Cruz Lichet, autora de la tesis Fotografía post mortem en Galicia siglos XIX y XX , para explicar que, como gran parte de su generación (tiene 30 años), nunca ha visto un muerto en vivo. “En España estas fotos se tomaron hasta finales del XX sobre todo en regiones de emigrantes, como Galicia”, explica, “donde servían para compartir el duelo al otro lado del océano y como documento a la hora de repartir herencias”. Virxilio Vieitez, fotógrafo rural en Pontevedra sobre el que centra su tesis, trabajó de 1955 hasta los ochenta. “No cobraba más por estos encargos, y sólo elegía el encuadre, de lo demás se ocupaba la familia o la funeraria”, cuenta su hija Queta por teléfono desde Soutelo de Montes. “Le parecían choumerías, cosas de brujas y mojigatas, pero era un profesional y conseguía buenas fotos”. Cuando la propia Queta tuvo que hacerse cargo de un llamado a finales de los ochenta, para ella, hija de otro tiempo, no fue tan fácil: “Me desbordó la situación; mandé salir a todo el mundo, disparé y me fui. Me temblaba el pulso, no quedaron muy bien”.
En el siglo XXI estos retratos se están volviendo a tomar en la más improbable de las localizaciones: las salas de maternidad. Según los psicólogos ayudan a superar la muerte perinatal, la más tabú, la de los no natos y recién nacidos. La ONG estadounidense Now I lay me down to sleep (ahora me echo a dormir) trabaja con 7.000 fotógrafos voluntarios en 25 países. Desde 2005 realizan sesiones gratuitas en las que los padres posan con sus bebés muertos. Es la puesta al día de la tradición victoriana: encuadres poéticos, filtros suaves y la magia del Photoshop consiguen que los niños parezcan dormidos. “Estos retratos pueden parecer morbosos”, explica Sandy Puck, fundadora de la ONG, “pero es que la gente no puede imaginar lo que significa olvidar el rostro de alguien de quien no guardas una sola imagen”.
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