miércoles, 22 de enero de 2014

Afganistán. No hay salida...


Afganistán. No hay salida

Un verano sangriento, filtración de documentos, relevo de generales, ruptura de la unidad de los aliados, anuncio de retirada de tropas… El Vietnam de Obama. Un lodazal. Cunde el desánimo en los ocupantes y el enojo en los ocupados. Nueve años después del 11-S, la violencia marca la vida de Afganistán y el conflicto parece no tener fin.

“Es esto”, profirió impertérrito el general de cuatro estrellas Stanley McChrystal, máxima autoridad militar en Afganistán, cuando contempló el pasado 3 de junio a un grupo de legionarios españoles y de soldados afganos jugando al fútbol en Sang Atesh, un poblado perdido en la provincia de Badghis, al oeste del país. En ese partido “hombro con hombro” se materializaba su particular concepción de las operaciones militares del futuro y la propia estrategia de Obama para ganar la guerra. Al menos para no perderla. Los análisis estratégicos de un aluvión de laboratorios de ideas y las doctrinas de los nuevos supermanes del Ejército americano, capitaneados por el general más carismático de su generación, David Petraeus, tomaban cuerpo en esa veintena de individuos cansados y polvorientos corriendo tras un balón. “Solo los afganos pueden ganar esta guerra contra la insurgencia, pero necesitan nuestro apoyo”, sentenció McChrystal, célebre por haber capturado en 2003 y enviado al patíbulo a Sadam Husein. “No triunfaremos matando insurgentes; lo haremos dando seguridad a los afganos; protegiéndoles de la intimidación, la violencia y los abusos, y respetando su cultura y religión. Debemos cambiar la forma en que pensamos y actuamos”, sentenció el fibroso centurión.
Ganarse a los afganos es el último cartucho de la coalición internacional para resolver el interminable conflicto que padece el país desde que fue invadido por EE UU en 2001 para deponer al régimen talibán durante la onda expansiva de los atentados del 11 de septiembre. “Se ha acabado el concepto de guerra total”, explica un oficial de la Legión que ha permanecido cuatro meses en Qala-i-Naw. “Es imposible ganar un conflicto asimétrico con un componente militar. La solución no llega por la aplicación de la fuerza. Los militares aportamos un elemento de reacción rápida, de seguridad, pero los nuevos conflictos tienen actores civiles, policiales, gente de narcóticos, diplomáticos, analistas, ong… Es un trabajo de equipo, y todo bajo el escrutinio del Parlamento, la prensa y la opinión pública”.

–¿Y el enemigo?

“El enemigo no es un señor con uniforme al que le ves la cara y se rinde cuando pierde. El enemigo es invisible; es una nebulosa de talibán, líderes tribales, terroristas, narcotraficantes, contrabandistas y delincuentes. Los del nivel más bajo se buscan la vida; no están ideologizados. Por la mañana recogen pistachos por un euro, y llega un talibán y les ofrece 2.000 y les proporciona un artefacto explosivo; lo colocan al paso de nuestros vehículos y vuelven con los pistachos. Esa es la realidad en este país donde el 75% de la población tiene menos de 25 años, es analfabeta, está en paro y no confía en el Gobierno de Hamid Karzai, al que consideran corrupto e ineficaz. Nuestro objetivo no es tanto derrotar a un adversario como lograr la vuelta a la normalidad del país. Que su Gobierno extienda justicia, seguridad y bienestar a cualquier punto del territorio. Y que haya desarrollo socioeconómico. Los soldados españoles hemos tenido que aprender a interactuar con la población civil, las ong y las autoridades nativas. Somos gente cercana; y tenemos suficiente templanza para no ponernos a pegar tiros a la primera de cambio. Sabemos aguantar una provocación. Y eso que nos pegan fuerte todos los días. La población afgana no puede vernos como una amenaza. Les pintamos la madraza y les hemos construido conducciones de agua, un hospital, una carretera; les estamos ayudando en su desarrollo agrícola y patrullamos sus caminos para que no les extorsionen. Estamos con los afganos. No venimos a cambiar su forma de vida. No tenemos objetivos militares propios. Estamos para ayudar. Ellos son los que deben solucionar sus propios problemas con su Ejército y su policía”.

“Al final del día, un soldado debe preguntarse: ¿cuántos amigos afganos he hecho hoy? Debe irse siempre a la cama con menos enemigos que cuando se levantó”, es la definición de la contrainsurgencia desarrollada por el general de cuatro estrellas David Petraeus, jefe de las tropas internacionales en Afganistán desde el fulminante cese del general McChrystal por Barack Obama, el pasado 23 de junio, tras haber criticado agriamente en la revista Rolling Stone la dirección política de la guerra de Afganistán. Petraeus, al que muchos ven como futuro candidato republicano a la Casa Blanca, redactó en 2006 el manual FM 324 Contrainsurgencia, en el que se recogía la experiencia acumulada en los primeros conflictos asimétricos de la historia contemporánea; muchos de ellos unidos al fin del colonialismo: la derrota de EE UU en Vietnam, de Francia en Argelia y de la URSS en Afganistán. Y los cinco primeros años de la guerra de Irak, cuando morían cada año mil soldados americanos y miles de civiles. Hasta que Petraeus tomó cartas en el asunto en 2007.

Hoy ese manual se ha convertido en la Biblia para las nuevas intervenciones militares de EE UU en el mundo y ha sido aceptado como dogma de fe por sus aliados. Se basa en que las grandes potencias deben tomar conciencia de que no todas las guerras son ya susceptibles de ser ganadas. “Se pueden ganar todas las batallas y no ganar la guerra”. “En los conflictos asimétricos, la cuestión no es derrotar al enemigo, sino quitarle el apoyo de la población”. Es la clave.

El teniente coronel John A. Nagl, uno de los oficiales de think tank que intervino en su elaboración, sentencia en el preámbulo del FM 324: “En 2003, en Irak, el Ejército americano estaba organizado, diseñado, entrenado y equipado para derrotar a un ejército convencional. Ahí no tenía rival. Pero no estaba preparado para luchar con un enemigo que tenía claro que no podía derrotar al Ejército de EE UU en un campo de batalla convencional y prefería hacerlo desde las sombras”. Había que cambiar de estilo. Y al clan Petraeus le gusta recordar una frase de Lawrence de Arabia, aquel exquisito británico educado en Oxford que levantó a las tribus árabes contra el imperio otomano durante la Primera Guerra Mundial inaugurando el moderno concepto de insurgencia: “No se puede comer sopa con cuchillo”. O lo que es lo mismo: un ejército convencional, por muy poderoso que sea, no tiene nada que hacer en Afganistán.

Según el tándem Petraeus/McChrystal, para obtener la victoria hay que contar con los afganos. “Hablarles con caridad y escucharles con respeto”. Conocer su cultura; comprender el terreno que pisan; chapurrear su idioma; no ofenderles; no meterse en sus cuitas y tradiciones; respetar a los detenidos. “Comer, dormir y trabajar juntos”, resumía McChrystal. “Nosotros tenemos mejores armas y técnicas de guerra. Pero los afganos hablan la lengua de los insurgentes, conocen sus costumbres y tienen mejores fuentes de información. Por eso es tan importante vivir y luchar a su lado”.

Ganarse el corazón y las mentes de los afganos. Para conseguirlo, es primordial no hacerles daño. Evitar los bombardeos sobre civiles y reducir al mínimo las incursiones nocturnas de los escuadrones de la muerte de las Fuerzas de Operaciones Especiales norteamericanas. Los cazadores de cabelleras de la Task Force 373 que husmean sin descanso el rastro de los líderes de Al Qaeda para eliminarlos sin juicio previo. Aunque se lleven por delante a una decena de inocentes en el empeño. Esos soldados con licencia para matar son inconfundibles en este escenario afgano de galones, disciplina castrense y uniformes occidentales.

Recuerdo contemplar hace solo un año a esos equipos de eliminadores moviéndose con arrogancia por los aeropuertos de Kabul y Mazar-e-Sharif portando bolsas de lona cargadas de armas automáticas. Y llegando de madrugada a bordo de Toyota Land Cruiser blindados, dotados de complejos sistemas de guerra electrónica y cubiertos de polvo, a Kabul, al cuartel general de la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán), procedentes de las montañas, exhibiendo su agresiva estética guerrillera: manojos de músculos, gafas oscuras, barbas de muyahidin, pañuelos palestinos, vaqueros ceñidos, botas militares y también el atuendo típico afgano, el shalwar kameez, bajo cuyas túnicas sobresalían los cañones de sus fusiles M4.

Hoy, su presencia no es tan evidente. No es políticamente correcta. Aunque 20.000 soldados americanos de la Operación Libertad Duradera siguen haciendo la guerra por su cuenta al margen de la ISAF, la coalición internacional de la OTAN (en la que participan otros 80.000 soldados americanos, estos sí, con reglas de enfrentamientos) en el sur y el este del país. ¿Cuál es la diferencia entre la ISAF y Libertad Duradera? Un coronel americano veterano de Irak nos lo explicaba en The Garden, el club de oficiales del cuartel general aliado en Kabul, con un enorme habano entre los dientes y el fusil bajo la silla: “En Libertad Duradera buscamos acabar con el terrorismo. Capturar y matar a los talibanes; localizar sus redes e instalaciones y destruirlas. Queremos hacer de Afganistán un país estable y libre de los terroristas que nos atacaron el 11-S. Ellos empezaron esta guerra. Nos jugamos la seguridad de nuestros hijos. Y en el otro lado, la ISAF tiene un mandato de la ONU para dar seguridad y estabilidad al país y hay cosas que no pueden hacer, como acabar con los narcotraficantes. Libertad Duradera no pregunta, dispara. Somos distintos”.

La nueva estrategia de Petraeus ya no se basa, sin embargo, en cazar a los malos (Al Qaeda y los talibanes), sino en proteger a los buenos (el pueblo afgano); conseguir su confianza; proporcionarle seguridad; cooperar en su desarrollo; formar y organizar y entrenar a su ejército y policía hasta 400.000 efectivos en 2014, y acabar juntos con los insurgentes. Para un general español que exige anonimato, “se trata de la estrategia de la anaconda: asfixiar a los terroristas antes de romperles los huesos; igual que una anaconda. Les cortas la financiación internacional e impides que les lleguen suministros y combatientes extranjeros. Les arrebatas el apoyo de las tribus y con ello la posibilidad de que creen santuarios en ciertas áreas de Afganistán. A continuación convences a los talibanes moderados que no nos combatan, pactas con los que puedas y les reinsertas en la sociedad. Es un trabajo de reconciliación. Una mesa de paz. Y al mismo tiempo vas contra Al Qaeda a sangre y fuego, como está haciendo la coalición en Helmand y Kandahar, en el sur del país. Limpias la zona de insurgentes y, cuando la has estabilizado, transfieres el control al presidente Karzai y sus fuerzas de seguridad. Y te vas a otra provincia. Así sucesivamente. El día que su ejército y policía se hagan cargo del país, podremos dar por finalizada la misión y retirarnos con honor”.

–¿Cuánto tiempo puede llevar esa estrategia?

–Una década.

Sencillo sobre el papel. Irrealizable por el momento. La realidad no coincide con las doctrinas estratégicas. La situación en Afganistán va de mal en peor. El verano ha sido una sangría. Militar y de imagen. La confianza de la coalición se tambalea. Obama ha cesado en dos años a dos generales que estaban a cargo de las operaciones: a David D. McKiernan, por cavernícola, y a Stanley McChrystal, por indisciplinado. Todo un riesgo cambiar de jinete a mitad de la carrera. Su última carta es Petraeus. Su cortafuegos. Obama tiene en contra a los congresistas republicanos y al ala izquierda del Partido Demócrata. Unos le tachan de paloma; otros, de halcón.

Obama se ha tenido que enfrentar este verano a la humillante filtración por parte de la organización Wikileaks de 92.000 documentos confidenciales de la Administración americana sobre la guerra de Afganistán. En ellos se desvelan las mentiras y errores de la guerra: el doble juego de Pakistán, la muerte de civiles, el asesinato de inocentes. Ante ese panorama, pocos creen en una victoria. Al menos con mayúsculas. La unidad de los aliados ha saltado por los aires. Los líderes occidentales observan inquietos sus calendarios electorales. Se ha perdido la batalla psicológica. La de las percepciones. Abunda el pesimismo. Los afganos piensan que es inevitable el retorno de los talibanes. Y los occidentales, que no pintamos nada en Asia central; que es una misión inútil. Un sondeo del pasado mes de agosto realizado para EL PAÍS concluía que el 51% de los encuestados opina que no es necesaria la presencia de tropas españolas en Afganistán. Mueren a diario soldados de la coalición en rincones tan recónditos e infernales como el valle de Korengal, el valle de la muerte, cuyas imágenes captadas por el fotógrafo Tim Hetherington ilustran este reportaje.

Pocos recuerdan que EE UU invadió Afganistán en 2001 con todas las bendiciones de la ONU para acabar con el feudo terrorista donde se fraguaron los atentados del 11-S. Dos años más tarde, la comunidad internacional dio un paso adelante: decidió transformar este orgulloso país de clanes, tribus e islam a machamartillo, machacado por 30 años de invasiones y guerras civiles y anclado en la Edad Media, en una democracia de estilo occidental; en un país dinámico, avanzado y con una estructura gubernamental centralizada; respetuoso con los derechos humanos y de la mujer; libre del narcotráfico y en convivencia con sus vecinos. No ha sido posible.

Las potencias occidentales se conformarían hoy con una solución de mínimos: que la República Islámica de Afganistán se gobierne sola, se defienda sola y sea su aliado contra el terrorismo. Punto. Ya no se trata de meterles la democracia con calzador ni de construir una nación moderna, sino de salir del país de la forma más digna posible. Cunde el desánimo entre los ocupantes y el enojo entre los ocupados.

La seguridad del mundo se dirime en uno de los territorios más pobres e impenetrables del planeta. Sin carreteras, aeropuertos ni medios de comunicación. Sin Internet. Donde cada individuo vota lo que le indica su jefe de tribu. Y el burka es el atuendo de la mujer. Aquí juegan una partida mortal Rusia, China, Pakistán, India, Irán y las ex repúblicas soviéticas, con la OTAN y EE UU como actores invitados e Israel afilando sus garras. Una región repleta de armas nucleares, opio, petróleo, materias primas, extremismo religioso, rivalidad entre chiíes y suníes y multitud de intereses internacionales. Afganistán es el tablero de juego en el que se libra un conflicto ya más largo que Vietnam y que ha costado a EE UU y la comunidad internacional la vida de 2.000 soldados, más de 7.000 heridos y más de 300.000 millones de euros. Donde cada año mueren un millar de policías afganos y dos millares de civiles. Y que se encuentra empantanado. Sin salida aparente. “Lodazal” es la palabra más repetida en la prensa estadounidense.

Es un buen símil. Tras nueve años de guerra, Afganistán sigue siendo una tierra de miseria y analfabetismo; sin luz ni agua potable; donde las mujeres mueren al parir y los habitantes viven con un euro al mes; en el que los insurgentes dominan un tercio del territorio donde han implantado su autoridad y justicia; el Gobierno de Karzai navega entre la inoperancia, el descrédito y la corrupción; lugar de origen de la mayoría de la heroína que se consume en Occidente y donde un centenar de soldados de la OTAN ha muerto cada mes este verano. Los Gobiernos occidentales buscan una salida desesperada para sus 150.000 soldados sobre suelo afgano. Holanda, Canadá y Polonia ya han fijado calendario para la retirada. Reino Unido, con más de 330 muertos, no quiere mantener sus tropas más allá de 2014. Francia y Alemania aguardan. En cuanto a España, en un viaje a Kabul a finales de julio, el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, afirmó que la actual cifra de 1.500 soldados es suficiente y que no se contempla fecha de retirada para nuestras tropas: “Estamos en un periodo de transición para lograr la estabilidad”. Un general español opina sobre la retirada: “Pase lo que pase, esta vez no podremos irnos por las bravas como hicimos en Irak; esta vez tendremos que coordinarnos con nuestros aliados”.

–¿Qué pasaría si la OTAN se retirara ahora de Afganistán?

–Los talibanes retomarían el poder y Afganistán volvería a ser un santuario terrorista financiado con dinero del opio que desestabilizaría la región, empezando por Pakistán.

Mientras tanto, Obama pone una vela a dios y otra al diablo. “Se encuentra atrapado entre el poderoso complejo militar industrial de su país y la inexperiencia de su Administración”, explica un veterano diplomático español. “Petraeus ha demostrado en su manual que hoy podría ganar en Vietnam. Lo que está por ver es si puede ganar en Afganistán”. En diciembre de 2009, Obama afirmó en la academia militar de West Point (cuna de generales pretorianos) que desplegaría este año 30.000 soldados más para retomar la iniciativa contra los talibanes y limpiar de insurgentes el sur del país, el reino del opio; sin embargo, añadió, comenzaría a retirar esos refuerzos en julio de 2011. Una de cal y otra de arena. En estos momentos ya hay 100.000 soldados americanos en Afganistán. El doble que hace un año. Tres veces más que cuando Obama llegó. Pero quizá más importante en su discurso fue el mensaje que lanzó a Karzai para que se pusiera las pilas en la gobernación y el juego limpio: “Los afganos deberán asumir la responsabilidad de su propia seguridad porque EE UU no está interesado en librar una guerra interminable”. Con Occidente inmerso en la cuenta atrás de una retirada precipitada, cobran sentido el reto con aroma a profecía del mulá Omar, el veterano líder talibán, a sus enemigos occidentales: “Vosotros tenéis los relojes; nosotros, el tiempo”. La prensa americana habla del Vietnam de Obama. El presidente intentó conjurar también esa maldición en su discurso: “A diferencia de la guerra de Vietnam, en Afganistán nos acompaña una extensa coalición de 43 países que reconocen la legitimidad de nuestros actos. (…) Si no creyera que la seguridad de EE UU está en juego en Afganistán, con gusto daría la orden de que cada uno de nuestros soldados regresara mañana a casa”.

Cuando el Hércules C-130 de la Fuerza Aérea se aproxima a Kabul describiendo complicadas fintas con el objeto de ser imprevisible para cualquier insurgente determinado a derribarnos (los documentos filtrados por Wikileaks afirman que cuentan con misiles tierra-aire Stinger, algo que la coalición siempre negó), me vuelvo a encontrar con el mismo paisaje desolado de Afganistán. Nada ha cambiado: la luz lechosa; el calor; las montañas inabarcables; caminos polvorientos; descampados; edificios acribillados; una marea inacabable de casuchas de adobe a medio construir; burros y motocicletas. Escasos occidentales en las calles. Mucha desconfianza. El producto de tres décadas de guerra. La década de invasión soviética se saldó con dos millones de muertos. Muchos afganos ven en EE UU y sus aliados un ejército de ocupación. Otro más.

El cuartel general de la ISAF en Kabul, el llamado Yellow building, un vetusto edificio colonial en el distrito de Dasht-e-Taiyara desde el que Petraeus dirige las operaciones, es un buen relato de décadas de batalla sin tregua. A comienzos de los setenta, este palacete albergaba un elegante club militar frecuentado por el rey Mohammed Zahir Shah y su corte; tras la invasión por la URSS, en 1979, se convirtió en cuartel general soviético; a mediados de los noventa, tras la toma del poder por los talibanes, prestó el mismo servicio al régimen del mulá Omar. Hoy es cuartel general de la ISAF. Un decorado bucólico para dirigir una guerra inacabable. Desde el siglo XIX se denomina a Afganistán “la tumba de los imperios”.

Llegar hasta la localidad de Sang Atesh, la posición más peligrosa en la que opera el Ejército español, no es fácil. Se encuentra apenas a 40 kilómetros de Qala-i-Naw, centro de operaciones de España en la provincia de Badghis, en cuya base Ruy González de Clavijo se concentran más de mil militares y un equipo de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), pero el trayecto por tierra es largo y peligroso. Durante el invierno, Sang Atesh queda aislada durante semanas. La temperatura desciende a 15 bajo cero. El centenar de soldados españoles allí destacados sufre a diario los ataques de la insurgencia. Precisamente en esta base, el miércoles de la semana pasada fueron asesinados dos guardias civiles y un intérprete. Los últimos de los 92 españoles muertos en esta misión.

El helicóptero CH-47 Chinook oscila de uno a otro lado del desfiladero como una atracción de feria; parece derrapar en el aire como un monopatín. Volamos a ras del suelo desde Qala-i-Naw a Sang Atesh. A través de los dos portones situados a cada lado de la cabina, dos tiradores cubiertos con cascos estilo Darth Vader mueven sincopadamente sus ametralladoras M-60 en dirección al terreno que vamos dejando atrás. Un tercer tirador va colgado con su ametralladora en el portón trasero de la nave, que permanece abierto todo el trayecto. Sobrevolamos rebaños de ovejas y cabras y las primitivas tiendas de campaña de los kuchis, los nómadas de la región. Cuando algo se mueve allí abajo, el cabo Mendoza apunta su arma en esa dirección y el helicóptero hace un quiebro. Y se te ponen los pelos de punta.

En Sang Atesh se jugó en junio aquel partido de fútbol entre españoles y afganos que hizo exclamar con admiración al duro general McChrystal: “Es esto”. Lo relata un oficial que participó en el encuentro: “Habíamos repelido por la mañana un ataque de la insurgencia; hubo un tiroteo muy fuerte. Se retiraron a las montañas. Lo pasamos mal. Necesitábamos soltar adrenalina. Y echamos un partido a nuestros compañeros del Ejército afgano, la gente con la que trabajamos, comemos y dormimos. No puedes estar con ellos durante el combate y luego marcharte a una base herméticamente cerrada y dejarles colgados. Sabes que si les dejas solos habrá represalias. Tenemos que estar juntos. Demostrarles que estamos con ellos. Que no apagas la luz cuando todo acaba, como hicieron con ellos los soviéticos en 1989”.

La bofetada de calor que recibes al tomar tierra en Sang Atesh es difícil de describir. Abrasa; se pegan al cuerpo el casco de kevlar y el chaleco antibalas. El aire es seco como la lija. 50 grados. Cuesta respirar. Los fuertes vientos levantan una densa cortina de polvo que ciega y se adhiere al rostro. Se mastica. La base operativa avanzada Bernardo de Gálvez es una explanada desolada, rodeada de sacos terreros y búnkeres de la firma británica Hesco Bastion, en la que los españoles han excavado trincheras protegidas por ametralladoras y morteros. Bajo tierra, como ratas, vive un centenar de militares durante periodos de tres semanas junto a militares y policías afganos. Un par de grandes tiendas de campaña verde oliva son zarandeadas por el viento como hojas. Es un paisaje lunar. La nada. No hay en qué emplear el tiempo. “Lo único que puedes hacer es prepararte la comida con tres amigos o echar una partida de PSP”, explica un legionario.

Desde esta peligrosa posición y desde la de Moqur, los españoles defienden y garantizan la circulación por la Ruta Lithium, una pista sin asfaltar que conecta las dos principales capitales de la provincia de Badghis, Qala-i-Naw y Bala-Murghab (el feudo talibán) y que durante años ha permanecido inactiva por los ataques terroristas. La misión del Ejército español es que el tránsito aquí recupere la normalidad cueste lo que cueste. Es un paso fundamental para el comercio y el desarrollo de la zona. Para el futuro del país. “Dar seguridad en Lithium supone promover la libertad de movimientos de la gente, el comercio, el progreso. Ahí nuestro trabajo es tangible; eso es estabilizar”, nos explica en Qala-i-Naw el teniente coronel Juan Luis Sanz y Calabria. Otro teniente coronel, Miguel Ballenilla, el jefe del batallón de maniobra, con el fusil bajo el hombro, nos confirma en Sang Atesh los continuos ataques que recibe la posición de la insurgencia y las octavillas que lanza en la zona “amenazando de muerte a la población si colabora con nosotros. Es un trabajo complicado. Pero nadie nos dijo que iba a ser fácil; esto es Afganistán, y nosotros somos la Legión”.

España ha hecho un buen trabajo en Afganistán. Todo ha funcionado. Siempre bajo la idea de seguridad y reconstrucción. Por este país perdido en la geografía y la historia han pasado más de 18.000 cooperantes, soldados y policías españoles. Desde el primer día con la filosofía de afganizar; es decir, trabajar para que el país se haga cargo de su futuro. El Ejecutivo español ha tenido siempre claro que no es posible liberar un país sin la colaboración de sus ciudadanos. Algo que los americanos acaban de descubrir. “No estamos en Afganistán para quedarnos, ni para decirles cómo tienen que vivir, sino para que ninguna organización terrorista pueda preparar aquí sus ataques”, resumía la ministra de Defensa, Carme Chacón, durante un viaje a Afganistán el pasado julio. Es la clave. El Ejército ha cumplido su misión: estabilizar Badghis. Y la AECID, lo propio: colaborar en su desarrollo. España ha gastado en esta provincia 133 millones de euros. Además del millón de euros que consume a diario la operación. Ha financiado y dirigido la renovación de la red de aguas; ha asfaltado calles y aceras; renovado hospitales, escuelas y red eléctrica. Además de realizar decenas de proyectos de impacto rápido, bajo coste y rápida realización, para ganarse a la población. Ahora su objetivo es asegurar la construcción a lo largo de esta provincia de la Ring Road, la carretera de circunvalación de 3.000 kilómetros que unirá y vertebrará Afganistán y la comunicará por primera vez con el resto de Asia. Y entrenar una brigada del nuevo Ejército afgano que deberá hacerse con el control del país. Cuando se consigan ambos objetivos, se podrá exclamar: “¡Misión cumplida!”.

El futuro de Afganistán es imprevisible. El próximo noviembre, en Lisboa, los socios de la OTAN deben decidir qué hacer, cómo y cuándo. En qué condiciones abandonarán Afganistán y en qué plazo. El pasado julio, en una conferencia internacional en Kabul, el presidente Karzai fijó la transferencia de la seguridad al Ejército afgano y la retirada de las fuerzas militares extranjeras en 2014. Una fecha que a la vista del verano catastrófico que ha vivido la coalición, preñado de bajas, filtraciones y derrotas, está aún por ver.

La realidad es terca. No siempre coincide con las previsiones de políticos o generales. Por eso quizá lo mejor sea preguntar a un oficial de los que se han jugado la vida en este terreno durante cuatro meses.

–¿Cuándo saldremos de Afganistán?

–Cuando el Gobierno lo decida. Es una decisión política. Según donde pongamos el listón. Ahora les toca a los afganos. Nosotros hemos hecho nuestro trabajo. Les hemos abierto una puerta que llevaba siglos cerrada y enseñado un camino. Les hemos proporcionado instrumentos de desarrollo; les hemos abierto y asegurado vías de comunicación; creado un mínimo tejido industrial; proporcionado luz y agua potable; sanidad, educación y libertad de movimientos. Y estamos entrenando a las fuerzas militares y policiales que les darán protección futura. A partir de ahora, tienen que ser ellos. Ellos verán hasta dónde quieren llegar. Solo ellos.

Nueve años de conflicto duradero

El 11-S marca un punto de inflexión en la historia de Afganistán. La supuesta presencia en su suelo de Bin Laden y la negativa del régimen talibán a entregar al responsable de los atentados, tal y como le pidió la ONU, desata una acción militar internacional, Operación Libertad Duradera, el 7 de octubre de 2001. Tropas estadounidenses y británicas inician operaciones para invadir este país de unos 30 millones de habitantes y derrocar a los talibanes. El 7 de diciembre cae en manos aliadas Kandahar, último bastión talibán.

2001. El 22 de diciembre se constituye un Gobierno interino presidido por Hamid Karzai y comienza una normalización política marcada por la dificultad para desarrollar grandes zonas del país. Los aliados, bajo mandato de la ONU, continúan operaciones militares tras talibanes y Al Qaeda.

2002. En septiembre, Karzai sobrevive a un atentado en Kandahar. Sufre otros: septiembre de 2004 (lanzan un misil contra su helicóptero que no impacta), junio de 2007 y abril de 2008.

2003. En agosto, la OTAN toma el control de la seguridad en Kabul a través de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) y, por vez primera en su historia, se embarca en una operación militar fuera de Europa. En octubre, la ISAF amplía a todo el territorio afgano su ámbito de responsabilidades para ayudar al Gobierno afgano a conseguir mayor seguridad. Entre sus integrantes se encuentra un contingente de militares españoles.

2004 y 2005. En enero de 2004 se aprueba la nueva Constitución del país, que celebra elecciones presidenciales el 9 de octubre. Triunfa Karzai. El 18 de septiembre de 2005, Afganistán celebra las primeras elecciones parlamentarias en 30 años, para crear nueva Asamblea Nacional y consejos regionales en las 34 provincias.

2006. Año muy negativo pese a que en febrero una conferencia de donantes en Londres compromete 10.000 millones de dólares para reconstruir el país durante cinco años. Entre mayo-julio se realiza la Operación Empuje a la Montaña. Su objetivo: extender el control del Gobierno al sur. Se salda con cientos de muertos, muchos civiles. El panorama visible es de descontrol y fortaleza talibán. En Kabul se registran en mayo violentas manifestaciones antinorteamericanas por la muerte accidental de numerosos civiles causada por un vehículo militar. No había sucedido algo así desde la caída talibán.

2007. En marzo se lleva a cabo la Operación Aquiles. 5.500 efectivos de la OTAN y el Ejército afgano participan en la más ambiciosa operación militar hasta el momento con el objetivo de expulsar a los talibanes de la región de Helmand. En mayo, tropas de la OTAN matan al mulá Dalulá Lang, máximo jefe militar talibán, responsable de numerosas decapitaciones de rehenes secuestrados y de atentados suicidas. Uno, cometido el 6 de noviembre, mata a 42 personas en la delegación parlamentaria de Baghlan, al norte. Fue el más trágico hasta esa fecha; poco antes, el 17 de junio, hubo al menos 35 muertos al estallar un autobús frente a los cuarteles de policía de Kabul. La OTAN reafirma su compromiso a largo plazo de pacificación de Afganistán, lo considera su mayor prioridad.

2008. El 13 de junio, los talibanes consiguen la evasión de más de mil presos, 400 de ellos guerrilleros, de una cárcel de Kandahar. Ese mes, Karzai amenaza a Pakistán con el envío de tropas para luchar contra los talibanes. Pakistán suscitaba recelos respecto a su actitud con ellos, y, de hecho, el Gobierno afgano responsabiliza a los servicios secretos paquistaníes de estar tras el atentado suicida del 7 de julio contra la Embajada de India en Kabul, con más de 50 muertos. Los aliados incrementan sus tropas para intentar cambiar el curso de los acontecimientos. En diciembre, Karzai y su homólogo paquistaní, Zardari, firman un acuerdo estratégico para combatir a los talibanes a ambos lados de la frontera. Poco antes, los talibanes rechazan una oferta de negociaciones de paz formulada por Karzai con el argumento de que no habría negociación mientras hubiera tropas extranjeras en el país.

2009. Un nuevo giro. Llega a la Casa Blanca Obama y coloca el foco de su política en el conflicto afgano, pero la espiral de violencia no se detiene. EE UU anuncia el envío de 17.000 soldados y los aliados se comprometen a incrementarlos. Obama anuncia una nueva estrategia. En mayo designa al general Stanley McChrystal como comandante de las tropas americanas. Declara que se necesitan nuevas ideas en la lucha. En julio, tropas americanas y afganas desencadenan una ofensiva en Helmand para arrebatarles este bastión, donde cultivan la mayor parte del opio con que se financian. En agosto, elecciones presidenciales y regionales, saldadas con serias acusaciones de fraude electoral. La controversia acaba en octubre con la proclamación de Karzai, que es investido presidente en noviembre. Pero en el último año sus relaciones con EE UU se deterioran tras declarar que este desea en Afganistán un gobierno títere. En septiembre, controversia por un bombardeo ordenado por el mando alemán en el que mueren 142 personas. Y un octubre sangriento para los americanos: 58 soldados muertos. En diciembre, Obama decide ampliar en 30.000 sus tropas (hasta 100.000) y anuncia que iniciarán la retirada de Afganistán en julio de 2011. El 30 de diciembre, un terrorista suicida mata a siete agentes de la CIA en una base militar afgana.

2010. En febrero, los aliados lanzan otra ofensiva en Helmand. En junio, el general norteamericano McChrystal renuncia tras un polémico artículo de la revista Rolling Stone en el que critica la dirección política que EE UU hace de la guerra afgana. Le sustituye el general David Petraeus. El 20 de julio se celebra en Kabul una conferencia internacional (60 países) para sentar las bases de la afganización, paulatina recuperación de la soberanía afgana, que culminará en 2014 (fecha prevista para la total retirada de tropas extranjeras). La conferencia sirve de espaldarazo a Karzai. La violencia o cesa. Las dos preguntas de fondo siguen siendo las mismas: si es posible ganar la guerra y cómo hacerlo. El 25 de agosto, dos guardias civiles y su intérprete mueren tiroteados por un policía afgano.

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