sábado, 10 de mayo de 2014

La máquina del tiempo...





La máquina del tiempo trae de vuelta a su inventor


Enrique Gaspar, un diplomático español autor de zarzuelas, se adelantó ocho años a H. G. Wells en la invención de un artefacto capaz de viajar a través de los años. Ahora, el Reino Unido le rinde homenaje

Las discusiones chovinistas serán irracionales, pero distraen una barbaridad. Por eso se prodigan incluso en torno a los temas más insospechados; por ejemplo, el de la invención de la máquina para viajar en el tiempo. Y, sorpresa, hoy día una cosa parece irrefutable a este respecto: el pionero fue un español.

Robándole el título por ocho años al mismísimo H. G. Wells, pocos expertos en la materia dudan de que Enrique Gaspar fuese el primero en darle forma literariamente al artilugio. La obra en la que la presentó, en 1887, no puede ser de esencia más española: una novela satírica, con estructura de zarzuela y teñida de controversia política.

Ya los dioses griegos o el señor Scrumb de Un cuento de Navidad viajaron en el tiempo, pero Gaspar fue el primero que relacionó esta posibilidad con una máquina construida por los humanos. La llamó anacro-nópete (en griego ana significa atrás; crono, tiempo, y pete, el que vuela: "el que vuela atrás en el tiempo") y poco tiene que ver con el simple aparato de La máquina del tiempo de Wells, similar a una motocicleta con un enorme ventilador en el respaldo. El cachivache imaginado por Gaspar era una caja enorme de hierro fundido que navegaba gracias a cuatro grandes cucharas impulsadas por electricidad. No le faltaba un detalle: ni siquiera un compuesto utilizado para contrarrestar los efectos del viaje. Lo llamó "fluido García" e impedía que al trasladarse al futuro las personas envejecieran, y viceversa. Doce prostitutas francesas que se colaban en la máquina descubrían su importancia después de que, al retroceder en el tiempo, los trajes de lana que llevaban se convirtieran en ovejas que escapaban balando.

La originalidad de Gaspar ha quedado encumbrada por una reciente exposición en Londres en la que la British Library reunió a diversos precursores de la literatura fantástica. Allí el anacronópete deslumbró entre otros pioneros, algunos de méritos tan dudosos como los de Edward Bulwer-Lytton, el inventor de la fórmula "Era una noche oscura y tormentosa" (si usted quiere verificar que alguien escribió alguna vez esa frase, hojee su novela Paul Clifford).

Dos hispanistas expertas en ciencia-ficción y afincadas en Estados Unidos son las responsables de que la ocurrencia de Gaspar haya alcanzado eco internacional. Yolanda Molina-Gavilán y Andrea Bell preparan una edición de la obra (The time ship [El barco del tiempo], Wesleyan University Press, 2012) que llamó la atención del organizador de la muestra londinense. Hasta ahora la trayectoria de la novela de Gaspar había sido más bien discreta: publicada originalmente en Barcelona, se reeditó como curiosidad en 2005. Molina-Gavilán y Bell la rescataron gracias a un club de aficionados a la ciencia-ficción que había conservado una copia en un disquete de ordenador.

Además de la inyección para la maltrecha moral del país que pueda suponer descubrir que los españoles somos padres de la máquina del tiempo, la reedición de El anacronópete ha permitido recuperar la figura de Enrique Gaspar y Rimbau (1842-1902).

Gaspar fue un diplomático sin ninguna vocación y un apasionado escritor decidido a alejar el teatro español del amaneramiento de la época. "Era un hombre poco convencional, krausista carismático, simpático y explosivo", explica Molina-Gavilán por teléfono desde Florida. No parece necesario insistir mucho en la peculiaridad del autor de una zarzuela titulada La teoría de Darwin, humorada cómico-lírica en un acto dividida en tres cuadros.

Hijo de actores, hasta que su carrera consular le llevó a rincones tan insospechados como Macao se le podía ver paseando sus bigotes rubios por los cafés del Ateneo. Tampoco tenía, desde luego, fama de modesto; por eso dirigía encendidas epístolas a los críticos que dejaban mal sus piezas.

La mayor parte de la producción de Gaspar son piezas naturalistas, en la línea de Pérez Galdós o Joaquín Dicenta, pero a menudo de temática rocambolesca. Por ejemplo, en Las lenguas hace que los respectivos órganos de un grupo de mujeres tomen el control de sus dueñas: una alegoría para atacar los clichés sobre la maledicencia femenina. El anticlericalismo es otro de sus temas preferidos, por eso no es de extrañar que el anacronópete intente visitar el día de la creación con intenciones muy poco claras.

Su vida estuvo llena de peripecias: desde el amor prohibido con una aristócrata a la que acabó desposando hasta su intento de traducir El Quijote al chino. Gaspar fue además un ejemplo de que las mejores carreras se hacen sin ir a clase: sus contactos políticos liberales y la influencia de su suegro le abrieron las puertas de la diplomacia.

Pero mantener a la hija de un rico no es sencillo. El dramaturgo llevó un costoso tren de vida que le obligó a residir siempre en el extranjero, alejado del teatro que le quitaba el sueño, y recurriendo a abundantes colaboraciones en prensa como complemento. Visto que los años en China le estaban resultando especialmente onerosos, Gaspar se decidió a pegar un pelotazo con una obra que siguiera el modelo de los best seller de la época. Animado por el éxito de Flammarion y Verne, se lanzó a escribir una pieza de ciencia-ficción. Y como dramaturgo, lo primero que se le ocurrió fue una zarzuela. Concretamente un espectacular musical basado en La vuelta al mundo en 80 días que triunfaba en París con auténticos elefantes, ballets orientales y globos aerostáticos le hizo pensar en El anacronópete: sangrientas batallas de gladiadores, máquinas humeantes, visitas a China, un romance tormentoso... Con esos ingredientes, el proyecto le pareció destinado al éxito. Sin embargo, no consiguió vendérselo a nadie, y por eso lo transformó en una novela que conserva muchos dejes zarzueleros. Por ejemplo, los protagonistas son dos hombres y dos mujeres (igual que los cantantes en el género chico), y les acompañan un regimiento de húsares (coro masculino) y otro de prostitutas (coro femenino).

Pero Gaspar no supo reprimir sus aspiraciones críticas y reformistas. Detrás del fondo fantástico y humorístico de la obra subyacen las embestidas. Ridiculiza las ilusiones de grandeza españolas mediante visitas a la batalla de Tetuán (1860) o la conquista de América. También se mofa de los conservadores propósitos de don Sindulfo García, el científico protagonista, que lo que quiere es casarse con su sobrina en un tiempo en que las costumbres sean más restrictivas con las mujeres. Ni la propia ciencia se libra de las burlas de Gaspar; el escepticismo que destila su texto hace pensar que, de haber nacido hoy día, hubiera sido poco probable encontrarle haciendo cola delante de una tienda Apple para llevarse un iPad de estreno. "Las contradicciones son parte del encanto del autor", asiente Molina-Gavilán. "La ciencia para él es sinónimo del progreso humano, pero al mismo tiempo no puede dejar de mirarla con cierta desconfianza".

Después de cruzar medio mundo, la aventura de Gaspar acabó como acaba la mayoría: entre tinieblas. Viudo y aparcado en una silla de ruedas, vivió sus años finales en casa de su hermana y con una bombona de oxígeno. El panorama teatral español tampoco apreció nunca sus esfuerzos de renovación. Ahora su creación más descabellada ha vuelto a rescatar su nombre. Más allá de que todo quede en una anécdota y el autor continúe en el olvido, se impone una conclusión: el final pudo no ser el mejor, pero menudo viaje.

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