jueves, 4 de septiembre de 2008
Un mundo mágico...
Ahí arriba, por alguna parte, está mi foto. No logro entender qué interés puede tener alguien en conocer el aspecto de quien escribe, pero el fenómeno parece imparable. Poco a poco, los periódicos se han llenado de caritas, sonrientes, tímidas, espantadas. Cuando se anunció que los artículos de este diario irían acompañados por una imagen del autor, rogué que me eximieran. Lo conseguí, creo, en el primero de esta errática serie marginal. Para el segundo echaron mano de una imagen disponible en Internet. No creo que el diseño de esta página haya ganado en estética. Tampoco es grave.
Calvin y Hobbes jamás han hecho publicidad ni han adornado camisetas. Lo que hay en el mercado son falsificaciones.
Las obras de éxito (y aquí estamos hablando ya, obviamente, de algo muy ajeno a esta columna) imponen una tremenda presión sobre el autor. Se espera que esté, al menos, a la altura de sus creaciones. Y eso es imposible, o casi. Existe algún caso. El de Bill Watterson, por ejemplo. Watterson realizó durante una década (1985-1995), con algunas pausas, las tiras cómicas más tiernas, profundas e inquietantes del siglo XX. Ésa es sólo mi opinión, claro. Pero puedo pregonarla sin escrúpulos: la fotito de arriba me autoriza a desvariar sin otro límite que el impuesto por las leyes vigentes.
Calvin y Hobbes, la tira de Watterson, sigue publicándose en diarios de todo el mundo, repitiéndose de forma infinita. Calvin es un niño de seis años, y Hobbes, un tigre de peluche. El enunciado resulta disuasorio. Y, sin embargo, la obra de Watterson (que sufre con las traducciones) soporta todas las relecturas. Es un prodigio de originalidad e imaginación.
Bill Watterson (Washington DC, 1958) libró una batalla durísima contra el éxito de Calvin y Hobbes, y venció. Logró mantenerse a salvo. Apenas circulan imágenes del dibujante (yo sólo conozco una, que muestra a un tipo delgado, sonriente y con bigote, muy parecido al padre de Calvin) o entrevistas con él. Durante años se resistió a acudir a actos públicos o autografiar libros para sus admiradores; lo que hacía era pasar de vez en cuando por una librería cercana a su casa y escribir, en secreto, dedicatorias en el interior de los álbumes de Calvin y Hobbes. Lo dejó al descubrir que esos ejemplares eran subastados por fortunas.
Peleó contra los miles de periódicos que publicaban sus tiras, y logró ampliar el formato tradicional. Peleó, sobre todo, contra el uso comercial de sus personajes. Ni Calvin ni Hobbes han hecho jamás publicidad, ni han adornado camisetas, ni han simbolizado otra cosa que a ellos mismos: lo que pueda encontrarse en el mercado (y se encuentra) son falsificaciones, traiciones al espíritu indomable del niño y el tigre.
Watterson no es un recluso más o menos sociópata, al estilo de Salinger. De vez en cuando publica algún artículo (The Wall Street Journal, Los Angeles Times) sobre su oficio o sobre la gente que admira, como el recientemente fallecido Charles Schultz (el de Charlie Brown y Snoopy), y hace tres años respondió a unas cuantas preguntas formuladas por internautas. El tono dispar de las preguntas y de las respuestas subrayaba la distancia entre el arte, o la percepción de la obra por parte del público, y el artista, un tipo con sus propios problemas cotidianos. Cuando se le inquiría por los elementos morales y teológicos de sus tiras (realmente abundantes), explicaba que nunca había entrado en una iglesia. Ante la eterna cuestión, la presencia de elementos autobiográficos en las aventuras de Calvin y Hobbes, ofrecía la única explicación posible, honesta y descorazonadora: "Tenga presente que las tiras cómicas se escriben en un cierto clima de pánico, y fui inventándolas mientras trabajaba; sólo puse lo que se me ocurría y me parecía divertido". Y cuando se le planteaba el asunto de la filosofía individualista de Calvin, más honestidad: "Yo sólo aspiraba a conseguir un trabajo como historietista".
Calvin y Hobbes oscilaban entre el pesimismo intelectual y el entusiasmo por la vida. Un ejemplo de lo primero: "La prueba más evidente de que existen otras formas de vida inteligente en el universo es que ninguna de ellas ha intentado jamás contactar con nosotros". Un ejemplo de lo segundo, la última viñeta, en un paisaje nevado: "Éste es un mundo mágico, Hobbes, viejo amigo... ¡vamos a explorarlo!".
It's a magical world, de Bill Watterson. Warner Books, 1996. 165 páginas.
- El País -
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