miércoles, 11 de marzo de 2009
La séptima vida...
La séptima vida. Alberto García-Alix
Una forma de mirar es una forma de ser. Y mucho más en un fotógrafo. Para conocer a Alberto García-Alix no hace falta leer ningún artículo sobre su vida. (Ni siquiera éste). No hay que acudir a los tópicos de su voz rota, el cuerpo sembrado de tatuajes y la vieja leyenda del maldito. Ni recurrir al cuero negro, las motocicletas Harley-Davidson y los escenarios de la movida. Decorados que detesta. Para conocer a García-Alix hay que repasar sus fotografías. Y ahí está él. Sin recovecos.
Cada una de sus imágenes es la huella de un amor, una amistad o un infierno. De miedos y heridas. Sus modelos no sonríen; nunca fingen. Él tampoco. "No me gusta el teatro; ya tengo bastante en mi vida". Durante 30 años de nebulosa carrera ha retratado su biografía a través de la de otros. Las mujeres que amó y el hermano que se fue; moteros en el filo de la navaja y estrellas del porno; dosis de heroína y habitaciones vacías. Carreteras desiertas, barrios extremos y pensiones sin nombre. Cada paisaje es el reflejo de un estado de ánimo. El espejo de su existencia. La de uno de los grandes fotógrafos de este país con obra en el Reina Sofía de Madrid, la Bolsa de Francfort o el Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León. "La fotografía es mi cuarto de juegos", dice. "Y en mi cuarto de juegos fijo yo las reglas. No me planteo las fotos; no digo: 'Voy a hacer la luna en un bosque de Ibiza. O unas ventanas iluminadas en la penumbra mientras beso a mi chica'. Surgen. Me imagino la luz, abro el obturador, me la juego? y sale. Y pienso: ¡A-mayor-gloria-de-Dios!".
García-Alix ha retratado como nadie el universo de sexo, droga y rock and roll que estalló en España a la muerte del dictador. La generación de los 100.000 derrotados por la heroína. Reconoce que sus imágenes huelen a pobre. Su propia cama, "mi tálamo nupcial", omnipresente en su producción, tiene las sábanas sobadas, y en sus baños en blanco y negro huele a mugre. Pero niega ser un fotógrafo de marginales. "Eso es una tontería. Nunca he fotografiado seres marginales, sino gente que ha cruzado la frontera. Gente diferente. Como yo. Miro esas fotos y veo ese mundo con amor. Incluso contemplo nuestra destrucción con amor. La heroína es un asunto muy doloroso. No es divertido ser adicto. La heroína funde tiempo y espacio, aísla; es el demonio. Pero hay flores hasta en el desierto".
García-Alix es el protagonista de todas sus fotografías. Planea sobre ellas. Es el juez de su mirada. Narra la historia. Decide qué mira y con qué intención. Desde el balcón de su hogar, un destartalado caserón entre Chueca y la Gran Vía madrileña, por el que transita a diario sin cita un cortejo de amigos, explora esta noche con su cámara los tejados iluminados por la Luna. Cada encuadre sugiere un estado de ánimo. "La fotografía es una elección, una fragmentación voluntaria de la realidad. El fotógrafo elige. Y debe tomar mil decisiones en segundos: el ángulo, la luz, la velocidad, el foco. En el retrato, además, tiene que exigir. Mi relación con el modelo siempre es tensa. Decido su mirada; la posición de sus hombros, de su cuello, sus manos. Estiro la goma hasta donde aguanta. Y si se escapa, vuelvo a empezar. La diferencia entre una buena y una mala foto es muy pequeña?, pero es insondable".
-¿Qué es una buena foto?
-Algo poderoso, vibrante. Que late aunque sea imperfecto. No me importa la técnica, sino el latido, la pulsión. No creo en el éxito y el fracaso. Me rebelo. Antes me preocupaba que una foto estuviera perfectamente compuesta y enfocada; ahora, transmitir. Mis retratos de hace 20 años eran más estéticos; hoy busco la sinceridad, reconocerme en el dolor, hacer una fotografía más cercana y desnuda.
Cuando se dispone a capturar una imagen, García-Alix entra en una especie de trance. "Reflexiono en mi fotografía todo lo que no he reflexionado en mi vida, que ha sido un desastre. Miro por la cámara para entender el mundo y para entenderme a mí. A veces lo logro; esos momentos en que estás brillante, que te gustas, como dicen los toreros. Sientes ese revuelto de tripas, esa predisposición. Y haces una buena faena. El aprendizaje con la fotografía es un aprendizaje con la vida. Al principio, me guiaba por la intuición; ahora, hay una reflexión. Educas tu mirada. Llevas al espectador donde quieres. Soy mejor cazador de imágenes que cuando empecé; tengo más cartuchos. Más sabe el demonio por viejo que por demonio".
Llegó a la fotografía por casualidad. Sin estudios ni cultura visual. Aunque con buenas lecturas (su abuelo materno, Enrique Pérez Ferrero, era periodista y biógrafo de Baroja y los Machado). Quería fotografiar carreras de motos. "Soy un quemado. Llevo gasolina en la sangre. Representan para mí la felicidad, la juventud, la libertad. Sin moto, la vida se me hace cuesta arriba". Su padre le regaló una Nikon a los 18 años. García-Alix sólo tiró un carrete en un gran premio de motociclismo. Pero siguió disparando sobre su entorno. Y comenzó a retratarse. Aún no sabe explicar por qué. Buscaba algo a que agarrarse. Había abandonado la universidad. Dejado la casa familiar una tarde de 1975 con su maleta a lomos de un ciclomotor. No conocía su destino. Presumía en su primer tatuaje de estar "perdido". En agosto de 1976, hizo sus primeras fotos callejeras durante las 12 horas de rock (y libertad) del Festival de Canet de Mar, entre banderas rojas, anarquistas y republicanas. Ese mismo año comenzó a chutarse junto a Teresa, uno de sus grandes amores; fallecería a comienzos de los noventa. "Fue a la primera persona a la que dije que era fotógrafo. Se lo creyó; y pensé: '¡Bingo! ¡Ya soy fotógrafo!". Después vendrían 100.000 disparos más.
La fotografía se había convertido en el ancla de su vida. Con ella no perdería todo. "Con la heroína fui un atípico. Iba a saltitos. La dejaba. Me levantaba. Volvía. Pasé mis monos en terreno neutral. Sin involucrar a mis padres. Metía mucho la pata. Pero seguía haciendo fotos. Había que comer. Y la cámara rompía mi aislamiento. Me lo dijo un día Willy, mi hermano pequeño, antes de morir de sobredosis: 'Lo tuyo es diferente; tienes la fotografía. Pero yo ¿qué tengo? ¿Trabajar en una fábrica por cuatro duros?'. Willy no tenía salida. En una semana te quitas el mono; pero luego necesitas una ilusión para vivir".
-Su hermano ya había tenido otra sobredosis. ¿Por qué no luchó por él?
-El riesgo está siempre en la heroína. Y lo asumes. Nadie se va de rositas. En aquellos años existía la mística de la droga. La contracultura, la agitación, lo underground. La sobredosis era un riesgo que asumías; como la muerte de un soldado en el campo de batalla: ¡la vieja guardia sufre pero no se rinde! Yo no podía exigir a mi hermano que lo dejara aunque se estaba matando. Si yo consumía, ¡cómo iba a ser tan hipócrita! Murió en junio de 1984; mi chica (Ana Curra, que tocaba en Los Pegamoides) y yo pusimos el Love me tender de Elvis y nos pegamos un homenaje. ¡Va por ti, Willy!
-¿Cómo recuerda esos años?
-Fuera del sistema. Inconscientes, lo pasábamos de miedo. Siempre pensé que fueron muy divertidos. Pero hace algún tiempo comencé a ver mis fotos de aquellos años y lo que me había parecido tan divertido ya no lo era tanto: la mayoría de aquella gente había muerto. Y la mística se disolvió ante el dolor.
Flotando en la cubeta del revelador, en la penumbra del laboratorio, bajo la luz roja y el arrullo del agua, se vuelve a materializar el pasado de Alberto García-Alix. Las imágenes que emergen en la soledad del cuarto oscuro son un pedazo de lo que el fotógrafo ha vivido. García-Alix mantiene la ceniza de su cigarrillo en un precario equilibrio. En el laboratorio resucitan los amores y los amigos. Aquí, una noche volvió a conversar con su hermano a través de su retrato: "Ya ves, Willy, quién nos iba a decir que tú ibas a morir tan pronto y yo vendería un día tu foto".
"Un día me comí un ácido y tuve un viaje muy jodido, y me di cuenta de que la fotografía era una forma de disciplina; de ocupar el tiempo muerto. Me pasaba horas revelando mientras escuchaba fuera a los amigos poniéndose. Siempre he trabajado en casa. A mi ritmo. Rodeado de amigos. Me sentía protegido. El mundo exterior me daba miedo. En casa estaba a salvo".
Fue el comienzo. "Me fascinó la magia de la cocina". Tres décadas más tarde, aún se encierra para conseguir en sus fotografías esa suave gama de grises marca de la casa. "Soy un tiquismiquis". Eleva desde la cubeta una copia empapada, brillante, sedosa; entrecierra los ojos y musita: "Lo puedo mejorar". Empieza de nuevo: revelador, paro, fijador. Siete copias hasta dar en el clavo. "Esto ya sólo lo hacemos los dinosaurios".
Es un momento en que su trabajo tiene algo de rito. Otro es cuando comienza a disparar. Entonces se aísla. No importa qué ocurra a su alrededor. Entra en un estado de concentración absoluta. Con un problema añadido: es miope y nunca usó gafas. Accedió a llevarlas hace unos meses, pero las suele olvidar sobre su marchito tupé de viejo rockero. Y al no ver, su inmersión en lo que va a retratar tiene que ser mayor. Un esfuerzo que le sume en un total estado de nervios (a él, ya de por sí un nervioso incontenible, que nunca para de agitar sus extremidades inferiores y aguantaba a base de nervio, sin pestañear, un botellazo en el cráneo para desplomarse sólo cuando la pelea había concluido).
Esta madrugada va a fotografiar a un empresario de la noche madrileña en la trastienda de su bar. Sin adornos ni estilismo. El espacio es denso y claustrofóbico: un cuartucho junto a los retretes, semioculto entre cajas de botellas y con una inquietante caja fuerte en la pared. "¿Qué habrá dentro?". Es lo primero que se pregunta García-Alix. Los ojos le brillan. "Me gustan las situaciones y los personajes literarios. El misterio. Es una forma de llevar al espectador donde tú quieres".
Fuma sin parar. Bebe Coca-Cola. Atrás quedaron el alcohol y la heroína. A lo sumo, un par de homenajes al año. No le quedó más remedio. Vio la muerte. Y arrastra una cirrosis. "Iba a los bares y pensaba: 'Qué suerte, cuántas botellas quedan'. Siempre he creído que los del ron Negrita me deberían hacer un regalo por haber sido su mejor cliente. Y la droga? Bueno, tú no abandonas la droga; la droga te abandona a ti en busca de cuerpos más jóvenes".
Hace calor. Suda. Está muy pálido. Durante un par de horas imparte secas instrucciones al amo de la noche al que está retratando. Con el mismo tono desabrido que utilizaba para ordenar a las estrellas del porno que se bajaran las bragas y abrieran las piernas. Mientras enfoca, masculla un monólogo: "Podría estar mejor, pero ¿cómo lo consigo?". "Me la juego". Mientras, la fotógrafa Paola Bragado, de su equipo, mueve los focos, carga la cámara y mide la luz. Y le recuerda a voces: "¡Alberto, las gafas!". "Me olvido de todo. Si no tuviera alguien al lado, las sesiones no saldrían. He llegado a hacer fotos sin carrete. Necesito alguien que no es el típico ayudante; es guardia pretoriana. Toda mi vida, ese trabajo lo ha hecho alguien muy próximo a mí. Una vez me recomendaron a un chaval; le pregunté qué leía y me contestó que nada; le puse en la calle".
Sus tripas le indican el momento de disparar. "Cuando algo vibra, me convulsiona, me da miedo. Un momento que si se escapa, no vuelve". El alma de la fotografía: en una décima de segundo, "todo o nada". Dos palabras tatuadas en sus nudillos. Una declaración de principios. (Como todos sus tatuajes). La fotografía ha dado sentido a su vida. Y también ha sido su tortura. Se ha visto a través de ella. Y lo que ha visto no siempre le ha gustado.
"Si pudiera acordarme de todas las noches que he vivido? ¡Qué novela!". García-Alix, que cumplió 51 años hace un mes, es, ante todo, un narrador. Un acuñador de frases brillantes. Ahí están los títulos de sus exposiciones: Llorando a aquella que creyó amarme; El eco de mis pasos; La soledad de mis delirios. Un contador de historias que oscilan entre la realidad y la ficción, y que declama con su dramática dicción tabernaria. Es imposible prever cuánto puede durar una conversación a su lado. De frente y a distancia de charla, como a él le gusta retratar. Es incansable. Bajadas al infierno y subidas al paraíso. La vida cotidiana del yonqui que busca y espera su dosis. La vida en la carretera de los bikers, sucios y tatuados. Sus huesos rotos; sus viajes; París, Tánger y Formentera. Las mujeres que dejaron huella. La historia que hay detrás de cada foto.
"Ésta es mi princesita, la que me da de comer". Su vieja cámara Hasselblad C 501 está decorada con soles y margaritas, y tiene sobre el visor dos ojos de cristal del tamaño de canicas que siempre están abiertos. Como los de García-Alix. "Una buena historia; una historia vivida, hay que escucharla siempre. En fotografía pasa lo mismo: busco que los ojos de mis modelos dialoguen con el espectador. Comunicar es mi gran premio como fotógrafo".
Lo que no quiere decir que Alber-to García-Alix sea sólo un fotógrafo. Editor, escritor, conquistador, biker, aprendiz de poeta, guionista, copropietario de garitos canallas, padre de los hijos de sus mujeres, bailarín, cantante de tangos... Lo deja claro desde nuestro primer encuentro: "Ser fotógrafo no es suficiente; nunca me he sentido un gran fotógrafo y, durante mucho tiempo, ni siquiera un fotógrafo. Era un hobby que me daba de comer. Mi vida no ha sido hacer fotos; ha sido aprender, divertirme y trabajar con los amigos. Y drogarme". Sin más, se introduce en un polvoriento pasillo en su casa y rescata ejemplares de El canto de la tripulación, aquella revista "sin código de barras; un canto libertario", que parió y alimentó desde 1989 hasta 1996. "Es lo más importante que he hecho". El canto de la tripulación fue un sueño y una forma de vida. Una treintena de locos agitados por García-Alix que desde una inhóspita nave industrial cercana a Vallecas pusieron en circulación 10 números de una publicación irrepetible, que nadie sabía nunca cuándo iba a aparecer, no se vendía en quioscos y organizaba fiestas salvajes. Su epílogo, crear un equipo de motos, el Pura Vida Racing Team, que colocó una Ducati en el Campeonato de España. "Poner una máquina japonesa en pista es divertido; pero poner una Ducati, una máquina italiana, es un regalo del cielo".
En El canto se materializaron las obsesiones de García-Alix: las motos, las mujeres y los tatuajes; la muerte y la camaradería; la literatura de aventuras; los viajes interiores; el anarquismo; Céline, Pavese y Gómez de la Serna. Tiró del carro. Se arruinó cien veces. Acumuló en su casa cientos de botellas apuradas hasta el fin. El sueño se rompió por incomparecencia de los tripulantes. Su guardia pretoriana murió en torno a la heroína. Su último aliento está en las páginas de la Tripulación. Corrían los peores años del sida.
Alberto García-Alix es un superviviente. Ha dilapidado seis de sus siete vidas entre accidentes, peleas, descensos a poblados de la droga y puntapiés a su salud. Tiene el hígado machacado, muchos clavos en los huesos y un viejo navajazo en la ingle que le propinó un legionario de Cristo Rey, que no le mató porque se interpuso un paquete de Fortuna (lo primero que hizo aún sangrando fue hacerse un retrato). Pero todavía pasea su elegante figura de chulo-rockero-motero-marinero-apache-bandido con la Leica al cuello por Malasaña; esas calles a las que llegó en 1976, cuando era un veinteañero sin oficio ni beneficio, y Malasaña, un mortecino distrito de artesanos. Treinta años después, éste es el barrio de moda. Y él, un icono. Un clásico de la fotografía. Durante este mes expone en Caracas y Bogotá; en junio, en la galería Juana de Aizpuru, de Madrid. En julio mostrará su obra en los Encuentros Internacionales de la Fotografía, en Arlés (Francia). En septiembre, en la galería Carlos Taché, de Barcelona. El año que viene, en la Kamel Mennour, de París, antes de inaugurar una retrospectiva de su obra en el Museo Reina Sofía que pretende sea mucho más que una simple revisión de su obra. Allí estrenará De donde no se vuelve, un vídeo de 52 minutos en el que trabaja y que supone una revisión de su mundo a partir de sus fotos e imágenes narradas por él mismo. "No me queda tiempo para hacer fotos. El tiempo no me cunde. A veces me siento viejo".
Su rostro refleja todas las cicatrices de sus naufragios. Pero su cuerpo es aún sólido y fibroso. Y sus modales, de caballero. Tiene el pelo gris, las patillas blancas, y unos ojillos oscuros y estáticos que miran de arriba abajo, y en los momentos más duros de nuestra conversación parece que van a desalojar un torrente de lágrimas. Falsa alarma. Cuando su narración llega al punto más terrible, se hace un silencio; el tiempo se congela unos segundos y lo que escapa de su boca es una carcajada.
Tras la extinta aventura de El canto de la tripulación llegaron buenos y malos tiempos. La situación económica había mejorado. De Vallecas, García-Alix saltaba al corazón de Madrid. A los 40 años tenía por fin un cuarto de baño en condiciones. En 1998, la primera edición de PhotoEspaña le dedicaba una retrospectiva que supondría su consagración entre el gran público. Las cosas comenzaban a marchar. Había publicado media docena de libros desde 1986. Y expuesto en Europa y Estados Unidos. En 1999 conseguía, inesperadamente, el Premio Nacional de Fotografía, que conserva, renegrido y con las cintas de la bandera de España deshilachadas, en la pared de su laboratorio sujeto con una chincheta. Hace un par de años lo repescó para pedir un crédito. El director del banco alucinó al ver aparecer a un loco con un ajado pergamino como aval del préstamo solicitado.
En la primavera de 2003 estalló su mundo. Él lo describe como "la gran fractura". Se veía venir: sus autorretratos iban mostrando el creciente malestar de su vida; una sensación de callejón sin salida. "Siempre fui libre, pero nunca fui libre de mí". De pronto, todo se confabulaba en su contra: se veía obligado a afrontar una dolorosa ruptura sentimental, la muerte de los últimos amigos, su eterna adicción a la heroína y, por si fuera poco, una hepatitis C le situaba al borde de la tumba. Tenía que tomar una decisión. Él, que toda su vida ha huido hacia delante. "Y decidí vivir; en vez de hundirme, aposté por salir adelante; y me fui a París. Tenía que hacer un tratamiento médico muy fuerte para salvar mi hígado. Y en Madrid era imposible, aquí hay demasiadas tentaciones? Cerré mi casa. Regalé mis cosas. Quemé mis barcos. Me di un homenaje en Las Barranquillas (el penúltimo poblado de la droga en Madrid). Y cogí el avión. Atrás quedaban mi mundo y mi seguridad".
A partir de ese momento es posible seguir sus pasos a través de sus fotografías. Última noche en Madrid refleja el desamparo de su casa de Madrid antes de partir. En el verano de 2003, presionado por su amiga la coreógrafa Blanca Li, comienza la quimioterapia a regañadientes. "Yo lo hubiera pospuesto eternamente". Una foto de esos días inmortaliza la fría habitación en la que transcurren los primeros compases del tratamiento. Durante semanas no deja de tiritar, tiene fiebre y dolores, pierde peso y masa muscular, cae en una depresión. Quiere llorar pero no sabe. El proceso dura un año. Sólo le acompaña Nicolás Combarro, un fotógrafo de 28 años que es pieza clave en su trabajo y sus proyectos. En ese estado febril, García-Alix comienza a hacer fotografías por las calles de los suburbios de París; retratos furtivos con su Leica y solitarias ventanas iluminadas en la noche. El reflejo de su alma acongojada. Muchas de esas imágenes compondrán Tres vídeos tristes; el más extenso de sus autorretratos. Un descarnado viaje interior que estrena en París y luego en Madrid entre 2004 y 2006. De todo ese proceso, físico, artístico y mental, saldrá renacido.
"Lo reconozco: tengo suerte; estoy vivo. Tengo un organismo privilegiado". Alberto García-Alix, el Keith Richards de la fotografía, saborea su séptima vida. Tras años de trasgresión, hoy es considerado un gran artista, aunque de cerca siga siendo un tipo humilde; un tímido contumaz que se siente incómodo ante el halago; un anarquista que desprecia la política y el establishment cultural. A sus 51 años, ha conseguido vivir como quiere. "Siempre he sido el dueño de mi trabajo y de mi hambre". Su única aspiración es "dar algo de mí; dejar algo. Y vivir como me gusta. ¡Ya es muy tarde para cambiar de lente!".
-El País -
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