domingo, 26 de septiembre de 2010
El rey del jazz...
El rey del jazz
Enemigo de las confesiones literarias, Duke Ellington se dejó seducir por un abultado cheque para escribir sus memorias. El resultado, 'La música es mi amante', es la historia misma del jazz y un retrato genial y apasionado de las figuras más célebres de su época
Las luces del escenario se atenúan... Se escucha una fanfarria... Una voz anuncia por los altavoces: -Damas y caballeros, es un placer presentarles al músico más distinguido de la actualidad... ¡Duke Ellington!
Harry Carney patea el suelo y la banda ataca los primeros compases de Take the 'A' Train. Un individuo entra sonriendo en el escenario. Avanza con paso ágil, contoneándose sin aparente preocupación, pero en realidad tratando de esconder el miedo escénico que en cualquier momento puede dominarlo por completo. Cuando llega ante el micrófono, y da igual la posición de éste, tiene que ajustarlo, toquetearlo o acariciarlo. Por fin habla al público y anuncia:
-Gracias, damas y caballeros, por su cálido y maravilloso recibimiento. En nombre de los chicos de la banda, sepan que los queremos con locura. Y ahora me gustaría presentarles a uno de mis amigos más queridos... ¡Nuestro nuevo, nuestro joven pianista en ciernes!
El hombre dirige un gesto expectante hacia los bastidores, pero nadie sale a escena, por lo que de inmediato se encamina al taburete del piano y allí se sienta. El taburete está casi siempre mal colocado, pero él no modifica su emplazamiento y empieza a tocar. La sección rítmica formada por el contrabajo y la batería se une entonces acometiendo la introducción de Rockin' in Rhythm. En un momento dado -o no dado-, el sonido se transforma con los ocho compases anteriores al momento en que los cinco saxofonistas se levantan de sus asientos, caminan por el escenario hasta llegar al micrófono y tocan al unísono el tema de la composición. Luego viene el solo de clarinete de Harry Carney, y el trombón con sordina de Booty Wood, y a éste se suman los vientos de Cootie Williams y Money Johnson con una fiesta wa-wa. Luego vuelven a sus asientos y la banda entera se embarca en los ondulantes acordes del clímax.
(...) La vida nocturna centellea de joyas y relampaguea de tonos hormigueantes y tintineantes. Algunos de sus destellos son más preciosos que las piedras preciosas; otros son simples brillos de bisutería. Se diría que la vida nocturna fue creada con toda su gente en ella, las personas que nunca fueron niños pequeños, sino que nacieron ya adultas, independientes por completo. Algunas de ellas eran fantásticas, mientras que otras eran meros personajes secundarios de uno u otro tipo. Algunas experimentaron infortunios nunca revelados, mientras que otras tuvieron suerte. Algunas centelleaban en la vida nocturna con más relumbrón que sus nombres en las marquesinas. Algunas iban a lo seguro, mientras que otras preferían arriesgarse. Había unos cuantos vividores que dependían de los pardillos para subsistir. Y también había quienes eran demasiado prudentes para vivir del cuento, quienes lo único que querían era tener el dinero suficiente para permitirse el lujo de ser unos pardillos. La vida nocturna tenía su propio bombo y platillo. La vida nocturna era Nueva York, Chicago, San Francisco, París, Berlín, el centro y el barrio alto, la parte sur de Harlem, cualquier lugar donde lucieran ese bellísimo manto de terciopelo.
Pero a la vida nocturna parece haberle pasado algo. El South Side ya no depende de sí mismo. Broadway se ha convertido en calle de sentido único, y en París han ilegalizado las casas de furcias. ¿Qué nos queda entonces? ¿Copenhague? Nagoya lleva a pensar en Rush Street el sábado por la noche, cada noche, todas las noches. El vividor de la vida nocturna ha desaparecido, si bien algunos epígonos suyos siguen en circulación. (...)
(...) He trabajado en locales nocturnos desde el mismo inicio de mi carrera profesional como aporreador de pianos, pero tengo el orgullo de decir que nunca he estafado a nadie. En los viejos tiempos, durante mi primera visita a Nueva York estuve trabajando en Barron's (el garito de Barron Wilkins se encontraba en la 134 con la Séptima Avenida y estaba considerado como el no va más de los locales de Harlem), donde el público no se cortaba un pelo a la hora de gastar y abundaban los jugadores profesionales en día de asueto y los hombres y mujeres que se ganaban muy bien la vida en sus ocupaciones respectivas. Allí era normal que los clientes pidieran que les cambiasen un billete de cien dólares en monedas de cincuenta centavos. Al final de una canción tiraban las doscientas monedas al aire para que cayeran en la pista de baile y brindaran una tintineante fanfarria en honor de nuestro próspero futuro.
(...) En 1955, mi médico, el doctor Arthur Logan, me dijo que iba a tener que perder seis o siete kilos de peso. No hice caso del régimen que me propuso y establecí otro por mi cuenta: filetes de ternera, pomelo y café solo con una rodaja de limón cuyo jugo exprimiría antes de meterla en el café. Si bien una vez por semana comía de cualquier otra cosa hasta hartarme, durante tres meses no hice más que seguir esta dieta, cuyos ingredientes comía en tanta cantidad y con tanta frecuencia como quería.
Cuando volvimos a la zona de Nueva York, mi primer concierto fue en New Haven, con una orquesta sinfónica. El doctor Logan vino al concierto, me miró de pies a cabeza y dijo:
-¡Váyase a comer un helado de plátano con nata, cuanto antes!
Había perdido nueve kilos.
Mientras estaba dirigiendo el tercer movimiento de Night Creature esa noche, de pronto reparé en que los pantalones se me estaban cayendo. Mientras con una mano seguía dirigiendo a los músicos, tuve que sujetarme los pantalones con la otra. Los violines primero, y después la sección de cuerdas al completo, se dieron cuenta de lo que pasaba y se echaron a reír ante aquel espectáculo hilarante. La razón por la que no podía subirme los pantalones radicaba en que me los estaba pisando. Al final de la pieza tuve que subírmelos como pude antes de volverme hacia el público y hacer una reverencia. Los músicos de la sinfónica siguieron riéndose largo rato después de mi marcha del escenario.
(...) Frank Sinatra nunca aspiró a ser como ninguna otra persona, o eso me parece, con la posible excepción de sus padres. Lo conocí cuando estaba con la orquesta de Tommy Dorsey. Una noche vinieron todos a escucharnos al College Inn del Sherman Hotel de Chicago, donde estábamos actuando por entonces, y, si no me equivoco, eso sucedió cuando Frank justo estaba a punto de dejar a Dorsey y sus muchachos. (...)
(...) ¡Volvimos a encontrárnoslo cuando, como artista en solitario, compartió cartel con nosotros en el State Theatre de Hartford, Connecticut. Era joven, fresco como nadie, y las chicas chillaban al verlo. Era muy fácil llevarse bien con él, y nunca planteaba problemas en lo tocante a cuestiones musicales.
A partir de ese momento, Sinatra no hizo más que subir, y hoy todo el mundo lo conoce como artista. Sus canciones siempre son comprensibles y, casi siempre, creíbles, lo que constituye el mayor elogio en el teatro. Y tengo que repetir y subrayar mi admiración por su naturaleza inconformista. Disfrutó de su primer gran contrato cuando actuó en el Paramount de Nueva York por 15.000 dólares a la semana. Las chicas no paraban de gritar, pero él no se comportaba en absoluto como un famoso objeto de deseo. No conozco a nadie más que osara arriesgar su posición tan poco tiempo después de haber llegado al pináculo del éxito, pero Francis Sinatra en ese momento decidió -estoy seguro de que contra la opinión de sus asesores y paniaguados- hacer algo que por lo general se considera peligroso y dañino para una carrera profesional en sus inicios. Sinatra se embarcó en una gira por varios colegios de Nueva York en los que se daban problemas raciales y en los que predicó la tolerancia entre razas. Es un individualista, y nunca sigue al rebaño. Nadie le dice nunca lo que tiene que hacer o declarar.
Un poco más tarde, Sinatra consideró que cierto periodista muy leído en todo el país se había metido con él de forma desconsiderada. ¿Qué hizo Francis entonces? Le soltó un sopapo a aquel pájaro y siguió con su meteórica progresión hasta cotas cada vez más altas.
En los años cincuenta estábamos tocando en Las Vegas, y algunos de mis muchachos fueron detenidos arbitrariamente por la policía en el curso de una redada. Los periódicos se hicieron muchísimo eco de dichas detenciones. ¿Y qué hizo Francis a la noche siguiente? Vino a vernos y a escuchar nuestra música. Lo hizo acompañado por una treintena de personas que no pararon de vitorearnos y aclamarnos. Después de eso, los buenos ciudadanos de Las Vegas se olvidaron de la redada.
(...) El comité musical del Premio Pulitzer en 1965 recomendó que me concedieran un premio especial. Cuando el comité del Pulitzer en pleno rechazó la recomendación, Winthrop Sargeant y Ronald Eyer dimitieron.
Como no siempre soy muy masoquista, no le encontré ninguna gracia a todo aquel embrollo. Comprendí que el galardón acaso me habría llevado a envanecerme o distraerme de la música, cosa que traté de expresar a modo de primera reacción: -El destino es muy generoso conmigo. El destino no quiere que me convierta en famoso demasiado joven.
Supongamos que hubiera ganado el premio. Me habría convertido en famoso, en rico después, y al final habría engordado y me habría estancado. ¿Y entonces? ¿Qué haces con tu mente joven, hermosa, inconformista? ¿Cuándo, cómo y de dónde sacas tus energías musicales, el plazo de entrega final que te empuja a terminar la composición, la necesidad de escuchar la música en lugar de estar apoltronado acariciando tus laureles, contando tu dinero, a la espera de que los paniaguados decidan por ti qué tinte o cardado es el más adecuado esta temporada para tu estilo tonal?
(...) Estábamos tocando en Washington durante la fiesta de inauguración presidencial en enero de 1969, y cuando el presidente Nixon entró, en la sala de pronto se hizo el silencio. Las primeras palabras que pronunció fueron:
-Como diría Duke Ellington, ¡si no tiene swing, no vale para nada!
El 29 de abril de 1969 estuvimos departiendo en privado en el salón presidencial que hay en el primer piso de la Casa Blanca el presidente y la señora Nixon, el señor Spiro Agnew y su mujer, mi hermana y yo. En un momento dado aproveché para preguntar al respecto:
-Señor presidente, cuando durante el baile inaugural dijo esas palabras, ¿quería usted apuntar a que en su momento era de los que bailaban el jitterbug al sonido de las bandas de jazz que tocaban en el Rendezvous Ballroom de Balboa Beach, en California, el antiguo cuartel general de Stan Kenton?
-No, Duke -respondió-. Yo nunca he sido de bailar. Yo más bien era de los que se quedaban mirando en los bailes.
(...) Mientras nos enseñaba las dependencias familiares de la Casa Blanca, nos llevó a una sala en la que había un costoso equipo de sonido y numerosos discos y cintas. El presidente procedió a mostrarme las prestaciones del equipo de sonido, cómo regular los bajos y los agudos, lo bien que sonaba tanto a mínimo como a máximo volumen. Era como un niño con un juguete nuevo. No sé qué clase de equipo de sonido imaginaba que yo consideraría digno del presidente de Estados Unidos, pero sí sé que esa noche lo encontré tan amigable como marchoso.
El presidente al poco organizó muy amigablemente una gala por mi septuagésimo cumpleaños y encargó a Willis Conover que formara una banda estelar (Clark Terry, Bill Berry, J. J. Johnson, Urbie Green, Paul Desmond, Gerry Mulligan, Hank Jones, Jim Hall, Milt Hinton y Louis Bellson, con Earl Hines, Dave Brubeck y Billy Taylor como solistas destacados y Mary Mayo y Joe Williams como cantantes). Entre los invitados -escogidos sin atender a partidismos políticos- se contaban sacerdotes, canónigos, pastores, rabinos, rectores de universidad, escritores, médicos, abogados, ejecutivos, artistas, muchos de mis amigos y familiares, así como numerosos altos cargos del Gobierno.
Yo estaba junto al presidente, y a medida que los invitados iban pasando por delante éste se fijó en que yo por sistema les daba cuatro besos a todos aquellos grandes hombres y mujeres. El presidente en un momento dado se volvió hacia mí y preguntó:
-¿Cómo es que les das cuatro besos?
-Uno por cada mejilla que tienen, señor presidente -respondí.
-¡Vaya!
Cuando todos terminaron de pasar, él entonces hizo algo que me sorprendió: se volvió hacia mí. Hice otro tanto y, sin decir palabra, nos dimos cuatro besos mutuamente.
-¿Ahora ya soy miembro de su club?
-Bienvenido al club, señor presidente.
Durante la cena fue un honor y un placer estar sentado a la derecha de la encantadora primera dama, la señora Pat Nixon. Ésta me dijo que su hija me había visto en Woodward y Lothrop's mientras estaba de compras el día anterior.
-¡Pues sí, y su hija es lo que se dice muy guapa! -respondí.
Seguimos conversando, y al rato apunté:
-Señora Nixon, ¿ha oído usted hablar de las normas internas de la Casa Blanca?
-¿Las normas de la Casa Blanca? -repitió, mirándome con sorpresa.
-Sí, señora Nixon, hay una norma por la que ninguna primera dama está autorizada a superar cierto grado de belleza, y está usted rebasando ese límite. ¡Igual le van a poner una multa!
Para mi sorpresa, la primera dama me miró directamente a los ojos y dijo en tono reprobatorio:
-¡Ya me han contado que es usted imposible! -
La música es mi amante, de Duke Ellington (editorial Global Rhythm). Precio: 25,50 euros.
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