lunes, 2 de abril de 2012
Así me trato, así trato a los otros...
Así me trato, así trato a los otros
La comunicación con los demás acaba siendo reflejo de la comunicación con uno mismo. ¿Tenemos consciencia de nuestro diálogo interior? Sin hacerlo no podremos cambiar nuestra actitud hacia los demás.
Conocí a un ejecutivo de una importante multinacional que tenía fama de ser obsesivamente perfeccionista. Ello se traducía en una altísima exigencia con sus colaboradores. Sus mensajes a su equipo eran siempre los mismos: “Seguro que lo puedes mejorar… ”, “si le das otra vuelta, todavía le puedes sacar más jugo…”, “está bien, pero todavía no está al cien por cien…”. Más de una vez me había explicado con impotencia que se desesperaba con el bajo nivel de autoexigencia de sus colaboradores. “Se conforman con cumplir, pero no van a buscar nota”, me decía de ellos.
En cierto momento pasó una importante crisis profesional. Sus colaboradores, desmotivados y con una sensación creciente de estar permanentemente presionados, se amotinaron y le echaron en cara su desmesurado perfeccionismo. Él aceptó la crítica y prometió intentar comunicarse con ellos de forma diferente. Lo cierto es que lo intentó, y durante un tiempo realizó un loable esfuerzo por evitar los mensajes de exigencia y por transmitir mensajes de aliento y motivación.
Pero el cambio duró poco. Una tarde me confesó que lo había intentado con todas sus fuerzas, pero que no lograba interiorizar aquella nueva forma de comunicarse con los demás, y cuando bajaba la guardia, volvía a los mensajes de exigencia. Hablamos largamente, y durante aquella conversación me relató un episodio de su trabajo que me dio la clave de lo que le estaba ocurriendo. Me habló de una reciente presentación que había hecho al consejo de administración. “¿Cómo te fue?”, le pregunté. “Bastante bien”, me dijo. “Pero soy consciente de que no estaba al cien por cien. Podía haberlo hecho mejor…”.
Contigo, conmigo: “Nuestro lenguaje es un indicador muy fiel de cómo nos vemos como personas” (Stephen R. Covey)
Cuando descubrimos que nuestra comunicación con los demás no funciona como esperamos, la primera reacción suele ser de autocontrol: tomamos consciencia de los mensajes que lanzamos a nuestro alrededor y hacemos todos los esfuerzos posibles para evitar los que no son bien recibidos. Esta es una respuesta que tiene un apreciable valor, pues demuestra que somos conscientes de que tenemos un problema y que queremos resolverlo. Pero esta estrategia tiene un recorrido limitado, y en general no durará. En relativamente poco tiempo bajaremos la guardia y volveremos a la comunicación que nos sale de dentro. Así pues, el verdadero cambio en nuestra comunicación no se producirá si no realizamos primero un cambio interior. Y no podemos hacer este cambio interior si en primer lugar no descubrimos qué nos decimos a nosotros mismos, es decir, cuál es nuestro diálogo interior.
Este es el primer paso esencial, porque lo que decimos a los demás es, en su esencia, fiel reflejo de lo que nos decimos a nosotros mismos, y no podremos cambiar la actitud hacia los demás (actitud que se traduce en determinados mensajes hacia ellos) si no cambiamos la actitud hacia nosotros.
Escucharnos a nosotros: “La voz es reflejo de lo que sientes. Si quieres cambiar tu comunicación, no cambies tu voz, cambia lo que sientes”(Oriol Pujol Borotau)
Cuando tenemos consciencia de que nuestra comunicación con los demás no es bien recibida, el primer paso ineludible será descubrir qué mensajes nos damos a nosotros mismos a diario, pues nuestro diálogo interior es el origen de nuestra comunicación hacia el exterior. Porque si continuamente nos damos mensajes de exigencia, nos censuramos a nosotros mismos por no haber hecho las cosas mejor y nos echamos en cara nuestros pequeños errores, exigiremos sin límite a los demás, los censuraremos todo el tiempo y no les perdonaremos ni un fallo. En cambio, si nos damos a nosotros mismos mensajes de aliento, nos perdonamos los fallos sin importancia y nos reconocemos las victorias, haremos lo mismo con la gente de nuestro alrededor.
Escucharse a uno mismo es el primer paso para identificar qué nos decimos, pero no es un proceso necesariamente fácil. Es cierto que no dejamos de hablarnos, de darnos mensajes; es cierto que nuestro diálogo interior es permanente. Pero ¿cómo podemos tener consciencia de nuestra voz interna si para empezar es una voz que no oímos?
Hay dos momentos esenciales en los que nos será fácil escuchar esta silente voz interior y en los que podremos descubrir qué nos decimos a nosotros mismos: cuando algo nos sale bien y cuando algo nos sale mal.
Ante un fracaso hay dos tipos de mensajes que nos lanzamos a nosotros mismos: podemos decirnos cosas como “ya he vuelto a fallar”, “nunca lo conseguiré”, “lo he hecho mal” o “no sirvo para esto”. O podemos decirnos cosas como “no lo he conseguido, pero he trabajado bien”, “tendré otra ocasión para conseguirlo”, “ya sé qué tengo que hacer la próxima vez” o “todos fallamos alguna vez”.
Y ante una victoria tenemos también dos tipos de mensajes que nos podemos dar: “no es mérito mío”, “ha sido suerte”, “no me lo merezco” o “mejor que no me lo crea”, o, en cambio: “he hecho un buen trabajo esta vez”, “voy a disfrutarlo”, “me he esforzado y ahora tengo la recompensa” o “estoy preparado para esto”.
Si en ambos casos optamos por la primera opción, nuestros mensajes a nosotros mismos serán de continua exigencia y de rechazo de nuestros méritos. Y se traducirán en exigencia y rechazo de méritos de los demás.
En cambio, si optamos por la segunda opción, estaremos demostrando que sabemos relativizar nuestros pequeños fracasos y disfrutar nuestros logros, y estaremos en condiciones de relativizar los fracasos ajenos y de hacer disfrutar (y disfrutar con los demás) de las victorias.
Pero planteemos otra pregunta: ¿el diálogo conmigo mismo es síntoma de algo más?
A menudo, el diálogo poco cariñoso o poco afectivo conmigo mismo no es un hecho aislado, y son muchos los casos en que esta comunicación negativa hacia mí mismo se acompaña de otros comportamientos igualmente negativos, como pueden ser no cuidarme físicamente, no priorizar nunca mis deseos frente a los de los demás o no dedicarme el tiempo necesario, el que cualquier ser humano necesita. Todo ello es expresión de un problema de base: no quererme a mí mismo.
Es necesario querernos para querer a los demás. Y es expresión de que nos queremos no solo el hecho de darnos mensajes de aprecio, sino también hacer cada día cosas concretas que lo demuestren. Empecemos queriéndonos nosotros y estaremos abriendo el camino para que nuestros comportamientos para con nosotros se traduzcan en iguales comportamientos hacia los demás.
No intentemos hacer con los demás o pensar de los demás lo que no hacemos con nosotros o no pensamos de nosotros, porque el esfuerzo, además de agotador, resultará frustrante. ¿Cómo podemos dejar de exigir a los demás lo que nos exigiríamos sin duda a nosotros?, ¿cómo podemos perdonar a los demás lo que no nos perdonaríamos jamás a nosotros?
Momentos para escucharnos: “Hay que tomar la decisión de perseguir toda la vida la meta de conocerse a sí mismo" (Chris Lowney)
Tomar consciencia de nuestro diálogo interior es la base del cambio en nuestra comunicación. Y hacerlo es algo que podemos aprender a base de practicar. El sistema no es complicado, solo hay que tomarlo como costumbre.
Podemos tomarnos unos momentos al día para, en un ambiente de relajación, apagar el ruido exterior y hablarnos a nosotros mismos. Contarnos el día, valorar nuestras decisiones, disfrutar de las pequeñas victorias y aprender de los pequeños fracasos. Rememorar los mejores momentos del día y atesorarlos, y relativizar y superar los malos momentos. Son momentos para decirnos cosas en el más completo de los silencios; un ejercicio absolutamente revelador, que se convertirá en la semilla del cambio.
Para vernos reflejados
1. Libros.
– ‘Palabras a mí mismo’, de Hugh Prater (RBA, 2006). En este libro, el autor comparte con los lectores su diálogo interior a lo largo de los años, un diálogo que ha sido la base de su crecimiento personal.
– ‘El hombre en busca de sentido’, de Viktor Frankl (Herder, 1988). En esta obra imprescindible, el autor defiende que no podemos decidir sobre los acontecimientos de nuestras vidas, pero sí podemos decidir cómo reaccionamos ante ellos, y nuestra reacción guarda una estrecha relación con lo que nos decimos interiormente.
2. Películas
– ‘Shine’, filme dirigido en 1996 por Scott Hicks y protagonizado por Geoffrey Rush. Nos brinda un ejemplo de proyección de la frustración personal en forma de desmesurada exigencia hacia la gente más cercana.
- ‘Mejor imposible’, dirigida en 1997 por James L. Brooks y protagonizada por Jack Nicholson. Un ejemplo enfermizo de cómo el cinismo del protagonista con los demás es fiel reflejo de sus obsesiones personales.
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