domingo, 1 de diciembre de 2013

Tres tramas en la sombra...


Tres tramas en la sombra

La dimisión de Adolfo Suárez fue aprovechada por los golpistas para lanzar su intentona, tras un cruce de proyectos golpistas que trabajaban en secreto. Ni el general Armada ni el teniente general Milans del Bosch contaban con la decisiva intervención de don Juan Carlos

Tres décadas más tarde, la intentona golpista del 23-F que desbarató el Rey todavía se resiste a ser enterrada para la historia con la losa de una interpretación definitiva. Aunque los hechos han quedado esclarecidos en su casi totalidad, las últimas versiones publicadas divergen en función del énfasis con que se subraya la importancia del papel desempeñado por cada una de las tramas que convergieron aquel día. ¿Fue fundamentalmente un tejerazo improvisado, un audaz golpe de mano llevado a cabo por elementos espontáneos, o un pronunciamiento militar que se sirvió de la acción detonante de los primeros? Y en la intención de algunos de los protagonistas, ¿no se trataba de una operación política estancada en la vía parlamentaria que quedó desvirtuada al tratar de imponerla por la presión de las armas?

Está suficientemente acreditado que a finales de 1980 había una operación política en marcha inspirada en los negros presagios sobre el futuro inmediato de España que el presidente de la Generalitat de Cataluña, Josep Tarradellas, venía realizando desde su regreso del exilio. Esa operación, avalada o auspiciada por el Rey, contaba también con la conformidad de algunos dirigentes del PSOE, PCE, Alianza Popular (AP) y de la propia Unión de Centro Democrático (UCD) gobernante, que temían que la grave situación económica y política del momento desembocara en un golpe de Estado y que la democracia volviera a ser, como también dijo Adolfo Suárez en su discurso de dimisión, "un paréntesis en la historia de España". La idea era remover al presidente Suárez con una moción de censura que contara con el respaldo de la oposición y del sector de UCD liderado por Miguel Herrero de Miñón. Se trataba de formar un Gobierno de concentración para llevar a cabo el "golpe de timón" propuesto por Tarradellas: superar la crisis económica, combatir a ETA, corregir el rumbo del proceso autonómico -"corremos el riesgo de que el Estado se vaya por el sumidero", había dicho el propio presidente de la Generalitat- y enfriar los ánimos golpistas latentes en los cuarteles de los que el Rey, como jefe de las Fuerzas Armadas, tenía constancia.

Ese Gobierno debía estar presidido por un militar para apaciguar a los sectores más encrespados del Ejército y transmitir a la sociedad un mensaje de firmeza. Y ese militar debía ser monárquico, ya que había que asegurarse de que, a la vuelta de dos o tres años, dejaría su puesto a indicación del Rey. Durante algún tiempo, la duda estuvo en el nombre del pretendido mirlo blanco militar. El jefe de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo, fue considerado candidato potencial, pero al final se optó por un perfil menos jurídico y más militar. El elegido, Alfonso Armada, antiguo preceptor del Rey y hombre que bebía los vientos por el Monarca, había luchado con la División Azul en el frente de Rusia y era amigo del capitán general de Valencia, Jaime Milans del Bosch, el otro alto militar de más declarada pasión monárquica. Milans no disimulaba su irritación por el rumbo político del país y había llegado a insinuar que convendría "hacer algo", antes de que le llegara su pase a la reserva, en marzo de 1981.

El Rey necesitaba devolver a Madrid al general Armada, en un puesto visible y de rango superior al que ocupaba como gobernador militar de Lleida y jefe de una división de montaña, lo que implicaba vencer la resistencia del Gobierno. El antiguo preceptor del Rey había tenido que dejar su cargo de secretario de la Casa del Rey porque Adolfo Suárez y el vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado pensaban que ejercía una influencia negativa sobre el Monarca. La pluma que 12 años atrás había redactado la carta con la que el entonces príncipe Juan Carlos comunicó a Franco su disposición a saltarse a su padre en la línea sucesoria no parecía darse cuenta de que el niño había crecido y era el Rey. Pero en el otoño de 1980, preocupado, alarmado más bien, por la situación, el Monarca normalizó los contactos con su antiguo preceptor, que no renunciaba a recuperar el favor real. Armada se comprometió a tenerle al tanto de los movimientos en el Ejército y se mostró bien dispuesto a "sacrificarse" y a presidir, llegado el caso, un Gobierno de concentración.


Concebida como alternativa para una situación de emergencia -algunos líderes exageraron la gravedad del momento de cara a poder justificar ante sus bases la eventual elección de un militar como presidente-, la Operación Armada entró a partir de entonces en fase de efervescencia. Durante los meses previos al 23-F, el gobernador militar de Lleida se ocupó de tomar la temperatura a los políticos: mantuvo más de un centenar de encuentros con personas relevantes, al tiempo que la situación de Suárez se hacía insostenible. Suárez conocía las críticas del Rey a su gestión, pero no dimitió por eso, ni por el conocimiento de un golpe en ciernes.

El primer aldabonazo de que iba camino de convertirse en cadáver político le llegó a Suárez de sus propias filas con el nombramiento de Miguel Herrero de Miñón como portavoz parlamentario de UCD. Era la señal de que la moción de censura contra él estaba próxima y contaría con el respaldo de un sector de su partido. El segundo aldabonazo fue constatar el empeño real en nombrar a Armada segundo jefe del Estado Mayor del Ejército. Suárez comprendió que la operación Gobierno de concentración con general al frente estaba lanzada y que la tenaza creada en torno a él empezaba a cerrarse. Valeroso como era, todavía pensó en quemar un último cartucho y reivindicarse ante el congreso de su partido en Palma de Mallorca, pero el aplazamiento del acto, obligado por una huelga de controladores aéreos, le llevó a arrojar la toalla. El 29 de enero dimitió con el propósito de arrumbar así la Operación Armada y darle la alternativa sucesoria a su vicepresidente para Asuntos Económicos, Leopoldo Calvo Sotelo, que fue elegido candidato a la presidencia por UCD el 6 de febrero, en medio de una fortísima división interna.

Con el presidente en situación de dimisionario, la decisión del ministro de Defensa y hombre de su confianza, Agustín Rodríguez Sahagún, de aceptar la sugerencia de La Zarzuela para nombrar a Armada segundo jefe del Ejército le llenó de inquietud. "Rodríguez Sahagún nos preguntó a Javier Calderón (secretario general del servicio de información Cesid en el 23-F) y a mí por Alfonso Armada, y le dijimos que era un tipo estupendo y un buen jefe", señala hoy Florentino Ruiz Platero, coronel de Artillería ya retirado. Calderón y él formaron parte del grupo de militares de confianza de Manuel Gutiérrez Mellado, a los que Rodríguez Sahagún consultaba los nombramientos y cambios de destinos en el Ejército.

A consecuencia de esos informes, Milans del Bosch fue destinado a la capitanía general de Valencia, y no a la de Madrid como pretendía, y el general Torres Rojas fue relevado de la jefatura de la división acorazada Brunete, acuartelada en Madrid y sus proximidades, y destinado a A Coruña. Por lo mismo, en sentido contrario y de cara a asegurar Madrid, centro neurálgico del poder político, el teniente coronel Emilio Alonso Manglano fue ascendido a jefe de Estado Mayor de la Brigada Paracaidista (Bripac).

La dimisión de Suárez desactivó la Operación Armada como proyecto parlamentario legal, pero acentuó las circunstancias objetivas de vacío de poder, descrédito y división política que aprovecharon los golpistas: los del golpe blando, partidarios de presionar militarmente a los políticos para imponerles un Gobierno de firmeza; y los del golpe duro, que pretendían volver a la dictadura. El 23-F cabalga sobre el equívoco establecido entre la Operación Armada y la Operación De Gaulle. Ambas fueron nombradas indistintamente en artículos de los periodistas Emilio Romero y Luis María Anson, pese a que la primera no dejaba de ser constitucional, por discutible que lo fuera políticamente, y la segunda implicaba forzar el brazo de la democracia con la intolerable presión militar. Por mucho que se exagerara la gravedad de la situación -y en esto los involucionistas encontraron un sorprendente eco en la frivolidad de algunos demócratas-, España no estaba perdiendo la guerra en Argelia y no tenía al general Jacques Massu que amenazaba con tomar París y el resto de las capitales si no se le entregaba el poder al general Charles de Gaulle. No existía esa guerra, ni ese general ni ese ultimátum, pero alguien pensó que podría fabricarse. Alfonso Armada conocía muy bien el caso francés porque inició sus estudios en la Escuela de Guerra de París en 1959, al año siguiente de que, bajo la presión del ultimátum militar, De Gaulle fuera votado como presidente de la República.

A finales de 1980, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero era un hombre sin destino profesional, profundamente resentido e irritado, que llevaba un proyecto de golpe de Estado bajo el brazo. Había estudiado técnicamente la ocupación del Palacio Nacional de Managua llevada a cabo por el líder de la guerrilla nicaragüense Edén Pastora, Comandante Cero, dos años antes y pensaba que él también podría realizar una acción similar. En las vacaciones navideñas organizó cenas en Madrid con oficiales de la Guardia Civil destinados en el País Vasco, y a una de esas cenas asistió Vicente Gómez Iglesias, capitán de la Guardia Civil adscrito al Cesid que, años antes, había compartido destino con él en la Comandancia de Guipúzcoa.

Durante la cena, tras dibujar un panorama catastrófico, Tejero les instó a hacer algo. "¿Y qué haría el Ejército?", preguntó un capitán. "Con ellos no se puede contar, son unos calzonazos que harán lo que les diga el Rey", le respondió Tejero. "Entonces no hay nada que hacer. ¿Qué puede hacer la Guardia Civil por su cuenta?". El interrogante quedó flotando en el aire, pero hubo quien ató cabos y pensó que el imprescindible apoyo militar podía venir de la mano del capitán general de Valencia, Jaime Milans del Bosch, que ejercía cierto liderazgo entre sus pares y no ocultaba su enfado. Por su ayudante, el teniente coronel Pedro Mas Oliver, que tenía casa en Madrid y se relacionaba con el ultraderechista García Carrés, muy amigo de Tejero, Milans supo que el teniente coronel de la Guardia Civil había concebido un nuevo golpe de mano, el segundo, ya que dos años antes había sido arrestado por promover la Operación Galaxia, un proyecto de asalto al palacio de la Moncloa. El capitán general de Valencia estaba también al tanto de las tramas de coroneles y tenientes coroneles que trabajaban minuciosamente y en silencio en un golpe más duro y, por supuesto, sabía que otros capitanes generales, franquistas rendidos como él, querían acabar con el estado de cosas en la España de la Transición.

Tras el encuentro del 10 de enero en Valencia, en el que Armada le habló de atribuirle el cargo de jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, Milans convocó una reunión de grupos golpistas en el domicilio de su ayudante Mas Oliver en Madrid, en la calle del General Cabrera. En aquel encuentro, celebrado el día 18 de enero y al que asistieron los generales Carlos Alvarado, Francisco Dueñas, Luis Torres Rojas y Carlos Iniesta Cano, entre otros, Milans se erigió en jefe de la conspiración, congeló las operaciones en marcha y las supeditó a la solución Armada que debía permitir modificar la Constitución y encauzar el proceso autonómico. Armada excusó su asistencia por la necesidad de atender otros compromisos ineludibles. Milans se lo reprocharía meses más tarde, durante el juicio: "Alfonso, tú siempre te escapas, tú siempre guardándote".

Sobre el papel, la retirada de Adolfo Suárez y de su vicepresidente para Asuntos de la Defensa, Manuel Gutiérrez Mellado, la otra "bestia negra" de los conspiradores, debía contribuir a calmar los ánimos involucionistas, pero los golpistas no se resignaron a dejar pasar la ocasión. Espoleado por la ultraderecha civil y por una serie de generales retirados, parte de los cuales asumió posteriormente la defensa profesional de los procesados, Antonio Tejero decidió lanzarse y abortar la investidura del sucesor de Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo. ¿Hubo alguien más, fuera de su círculo, que le dijo "ahora"?

La muerte por torturas en comisaría del activista de ETA Joseba Arregui, que falleció el 13 de febrero de 1981, crispó todavía más las relaciones políticas y enconó los exaltados ánimos de los ultras, que juzgaban intolerable que se pidiera cuentas a la policía por un etarra. Uno de los oficiales de la Guardia Civil asistentes a la cena navideña, el capitán Jesús Muñecas, se ofreció a Tejero: "Cuente conmigo si se decide a hacer algo". Ese oficial mandaba solo a una treintena de hombres, pero a Tejero le pareció suficiente para echar a andar. El 20 de febrero, viernes, envió a Milans el mensaje de que la operación estaba lanzada y ya no se podía parar. Era falso, puesto que en ese momento no contaba con la tropa necesaria para llevar a cabo la operación. Tenía, eso sí, una poderosa razón para improvisar sobre la marcha la ejecución de su plan, y es que su proyecto de asalto a La Moncloa había sido abortado en noviembre de 1978 porque a uno de los guardias implicados le entró el vértigo de la responsabilidad y acabó yendo a la policía.

Apremiado por Tejero -"a mí no me empujan los tenientes coroneles", dijo-, parece que el capitán general de Valencia vaciló inicialmente antes de subirse al carro, el de combate, un gesto familiar en él puesto que lo había invocado a menudo en las charlas de sobremesa. Pero su ayudante, Mas Oliver, y sobre todo su segundo en el mando, el coronel Diego Ibáñez Inglés, que era su enlace con Armada y el cerebro organizador de la capitanía, terminaron de despejarle las dudas: "Mi capitán general, ahora no podemos dejar tirada a la Guardia Civil". Todo se decantó durante el fin de semana. El domingo por la mañana, Milans comunicó a Armada que iba haber una acción importante; convocó al comandante Pardo Zancada a Valencia para encargarle de que activara a la Brunete; envió al gobernador militar de A Coruña, Luis Torres Rojas, el recado de que acudiera a Madrid a hacerse cargo de la jefatura de esa misma división -todavía el mismo lunes, 23-F, por la mañana, tardaron dos horas en localizarle porque estaba haciendo footing-, y ultimó el programa de despliegue de tropas en su región.


Durante el juicio y con posterioridad, Milans, Ibáñez Inglés y Mas Oliver sostuvieron que el general Armada transmitió por teléfono su conformidad con la acción detonante (tejerazo) que debía desencadenar la intervención militar. Como Armada ha negado siempre esas llamadas del domingo 22-F, los antiguos mandos del Cesid Javier Calderón y Florentino Ruiz Platero, autores del libro Algo más que el 23-F, apuntan la posibilidad de que, por indicación de Ibáñez Inglés -planificó el golpe en Valencia, incluida la detención de la antena del Cesid en esa capital-, alguien se hiciera pasar por Armada al otro lado del teléfono para convencer a Milans de que la Corona estaba de acuerdo. De esas conversaciones, reales o ficticias, salió el anuncio de que Armada estaría el 23-F por la tarde en La Zarzuela asesorando al Rey y la idea, utilizada igualmente a modo de consigna con la que vencer resistencias, de que la operación tenía una cabeza bicéfala: Milans-Armada, los dos generales más declaradamente monárquicos.

El 23-F fue el infame tránsito de la Operación Armada a la Operación De Gaulle, abortado por Tejero con su proyecto de junta militar y su irrupción vocinglera y violenta que, transmitida en vivo y directo por la radio, forzó a más de uno a volverse atrás. Y es que en el plan diseñado por los conspiradores de salón hacía falta un poco de presión, pero no tanta. Bastaba, seguramente, un amago de golpe, la escenificación del malestar en el Ejército y las Fuerzas Armadas, y estaban de más los disparos en el hemiciclo, el tono y lenguaje cuartelero, la humillación y violencia contra un hombre mayor y tan digno como Gutiérrez Mellado. También Milans se retrató esa noche con su comportamiento. Mandó al comandante Pardo Zancada, de la División Acorazada, que acudiera al Congreso con su unidad de policía militar a respaldar la posición de Tejero, al tiempo que ordenaba a este último que obedeciera a Armada y le permitiera postularse ante los diputados para que, con el miedo en el cuerpo, le votasen presidente del Gobierno.

Armada, maestro de las medias verdades, habilísimo a la hora de solaparse y fabricar coartadas, consiguió de Milans que reuniera y controlara a las tramas golpistas "por si surge un movimiento que el Rey necesite encauzar", y luego, cuando las piezas saltaron del tablero, excitadas con la oportunidad y animadas con tantos reclamos, no las denunció, ni desactivó. La tarde del 23-F trató de ser convocado a La Zarzuela para avalar la consigna de que se actuaba a las órdenes del Rey. El antiguo tutor del príncipe incumplió el precepto monárquico de "no hablarás en nombre del Rey en vano", incluso mientras el Monarca trataba de sujetar al Ejército y parar el golpe. "Eres tan monárquico que para salvar al Rey eres capaz de cargarte la monarquía", le había indicado Manuel Gutiérrez Mellado en una de sus discusiones. Armada aterrizó con su proyecto de Gobierno de concentración en una situación de emergencia que él no había organizado personalmente, pero se sirvió de ella para tratar de hacer cumplir, esta vez con la presión de las armas, su sueño de presidir el Gobierno. "Yo era bastante vanidoso antes de ir a la cárcel", ha admitido.

Está fuera de toda duda que, como señala Javier Calderón, "Alfonso Armada incurrió, al menos, en un pecado de omisión", ya que él mismo ha reconocido que sabía que "algo importante" iba a pasar en Madrid y que el movimiento se iba a iniciar en A Coruña (no pensó en Torres Rojas, interpretó que la iniciativa le correspondería al capitán general de Galicia, Manuel Fernández Posse). En su defensa, el antiguo preceptor del Rey argumenta que si no informó al Monarca, tampoco cuando supo que la acción era inminente, fue porque pensó que, como en ocasiones precedentes, el Monarca le remitiría a Gutiérrez Mellado.

"Tengo 90 años y algunos achaques, pero estoy muy bien de cabeza, y le digo que el 13 de febrero de 1981 ya le advertí a Gutiérrez Mellado del peligro que había y él me contestó: 'Tú sueñas', y me instó a dejar de alarmar al Rey con lo del malestar en el Ejército", manifestó Alfonso Armada, semanas atrás, a este periódico. "El día que comí con Enrique Múgica (encargado de las cuestiones de Defensa del PSOE) no hablamos del golpe, ni de política. Él me preguntó por otras personas, que cómo era Sabino Fernández Campo... Me atribuían la presidencia de un futuro Gobierno y yo tenía el prestigio y estaba dispuesto a sacrificarme", subraya. Alfonso Armada, que sigue definiéndose "español, católico, apostólico, romano y monárquico", dice que todavía no entiende por qué le acusó el Rey. Piensa que también ahora España pasa por una situación similar a la del 23-F. "Hemos llegado a un punto peligroso. Yo proponía otra cosa distinta: una España con autonomía administrativa, como decía el testamento de Franco, pero no este galimatías de las 17 autonomías. El 23-F yo saqué a los diputados sanos y salvos", enfatiza. A su manera, ¿no contribuyó también a colocarles bajo el cañón de las armas?


El factor sorpresa permitió a Tejero ocupar el Congreso porque el Gobierno lo ignoraba todo. ¿También el Cesid? Pese a los años transcurridos, ese sigue siendo un terreno movedizo desde que Tejero, en una de las cuatro versiones judiciales que dio sobre los hechos, acusó al entonces comandante José Luis Cortina, del Cesid -absuelto en el juicio-, de haberle empujado a actuar y haber preparado la supuesta, nunca probada, reunión suya con Armada. ¿Hay algo de verdad en ese testimonio que cerraría el círculo Tejero-Milans-Armada o forma parte en su totalidad de las versiones que los procesados y sus defensores urdieron durante el juicio para implicar lo más posible al Rey, servirse así de la coartada exculpatoria de la "obediencia debida" y, de paso, contaminar a las instituciones?

Nadie que conozca a los personajes se imaginaría a Tejero y a José Luis Cortina remando en la misma barca, aunque algunos oficiales reformistas confiaron ciegamente en Armada porque veían en él el escudo del Rey y no concebían que pudiera traicionarle. Puede que tocaran la música sin conocer la letra y ese día se llevaran una sorpresa mayúscula. El informe interno del Cesid elaborado por el teniente coronel Juan Jáudenes dejó constancia de la implicación de Vicente Gómez Iglesias, condenado en la vista, y de que el cabo Rafael Monge guió por Madrid con un coche a la columna del capitán Muñecas en su ruta hacia el Congreso y, según declaraciones de uno de sus compañeros, se jactó de haber sido advertido por uno de sus superiores con una semana de antelación de la inminencia de una "acción importante". Jáudenes confirmó, sobre todo, la existencia de un clima interno de fuerte división y versiones contrapuestas.

Javier Calderón, que dirigió el Cesid entre 1996 y 2001, y Florentino Ruiz Platero aseguran que el servicio, como tal, no estuvo implicado en la intentona golpista y reducen el asunto a algunas actitudes personales, poco significativas. Claro que, según algunos de los libros publicados, los que atribuyen la intentona golpista a una ingente tarea de inteligencia y manipulación a cargo del Cesid, este hombre, Javier Calderón, sería poco menos que el cerebro del 23-F. Tres décadas después, parte del anecdotario que los condenados y sus abogados fabricaron durante el juicio sigue todavía circulando en boca de catedráticos e investigadores.

Es como si, en lugar de actuar de trilla que separa el grano de la paja, depura y consolida la verdad, el paso del tiempo agitara los sedimentos de las evidencias ya establecidas y aventara de nuevo rumores y ficciones. "Curioso país, el nuestro, que gusta de dar verosimilitud a los rumores, sean del 23-F o del 11-M, y hace suya la frase 'cuando el río suena, agua lleva', especialmente si el agua que corre es agua turbia", comenta con ironía y acidez Javier Calderón. ¿No cabe pedirles ya a Antonio Tejero y otros protagonistas que se sinceren en aras de la verdad histórica?

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