lunes, 1 de diciembre de 2014

Edición y error...


Edición y error

Uno de los asuntos más acuciantes con que se encuentran las editoriales literarias es el que se refiere a la gestión de la ingente masa de originales no solicitados que reciben. Hasta hace unos años esos "manuscritos" llegaban principalmente en papel; hoy lo hacen en una gran variedad de formatos electrónicos y virtuales, así que el espacio ya no constituye un problema. Pero sí el tiempo.

Los editores saben que entre esa masa de "originales" pueden esconderse joyas literarias y obras de éxito comercial, de manera que conviene echarles al menos un vistazo y confiar -una vez más- en el olfato. Dejando aparte a quienes fueron publicados por vez primera tras ganar o ser finalistas en un concurso, la inmensa mayoría de los novelistas en activo comenzaron siendo perfectos desconocidos que enviaron su manuscrito a diversas editoriales hasta que una de ellas decidió publicarlo. Como los editores no pueden leerlos todos porque tienen otras cosas más urgentes que hacer, se ven obligados a recurrir a una variada panoplia de cribas y filtros en los que se descarta la inmensa mayoría. El resto, los que según criterio de quienes intervienen en esta primera fase merecen una lectura menos apresurada, se entrega a lectores (teóricamente) cualificados para que emitan una opinión más articulada. El editor confía en ellos, a pesar de que, paradójicamente, suelen ser el eslabón peor pagado de todo el proceso: normalmente becarios y colaboradores (traductores, correctores) que se ganan un pequeño sobresueldo, o jóvenes letraheridos que intentan poner un pie en el mundo editorial. Su responsabilidad, sin embargo, no es pequeña: ellos son frecuentemente quienes llaman la atención sobre nuevos autores y obras originales, así como quienes primero rastrean tendencias y modas literarias emergentes. Y ellos son quienes redactan el famoso "informe de lectura", un documento de trabajo imprescindible en el que se analiza el original y se recomienda o no su publicación. Los lectores suelen ser anónimos salvo para quien solicita sus servicios (todavía recuerdo la bronca que me echó Jaime Salinas cuando se enteró de que yo presumía de ser lector de aquella esplendorosa Alfaguara suya de los setenta) y, como contrapartida, la ética exige que el editor nunca revele al autor la identidad del informante (algo que estos días se vulnera con frecuencia).

La historia de la edición está repleta de sonados rechazos de obras literariamente importantes o de posteriores superventas memorables. La mención de esos "errores" suele salpimentar de anécdotas la lección correspondiente en los másteres de edición: Proust recibió un informe negativo de Gide por la primera entrega de À la recherche; García Márquez tuvo que cumplir una penitencia de rechazos antes de que Sudamericana publicara Cien años de soledad; J. K. Rowling vio su primer Harry Potter descartado por un grupo editorial español basándose en informes que advertían de que las aventuras del mago de Hogwarts resultaban excesivamente british; T. S. Eliot, editor en Faber & Faber, se apoyó en un informe de lectura para rechazar por "trotskista" Rebelión en la granja, la célebre (y millonaria) novela de Orwell. La lista se haría interminable: no conozco a un solo editor que no haya rechazado alguna vez una obra que luego triunfaría (más o menos). Y sigue pasando: seguro que en este momento alguna editorial está metiendo la pata.

Así es la vida (editorial). En el fondo, y visto con perspectiva, tampoco importa demasiado (salvo, y solo temporalmente, para el autor en ciernes) que un editor "pierda" una obra valiosa. Lo que cuenta, en definitiva, es que finalmente sea publicada y, sobre todo, leída. Ahora pienso que todos esos libros mencionados -y los que ustedes recuerden- encontraron en la editorial que, finalmente, los hizo suyos el mejor trampolín posible: hoy nos resulta imposible concebir otro. También en esto habent sua fata libelli.

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