viernes, 31 de diciembre de 2010

Adictos a lo mono...


Adictos a lo mono

Se acabó el reinado de lo cool. Un tsunami de animales achuchables y demás lindezas no aptas para diabéticos está transformando el marketing, la política o Internet. Pero ¿cuánta dulzura es capaz de tolerar nuestro organismo?

El padre exclama: "¡Bing!". El bebé se desternilla de risa. Espera unos instantes a que se calme, y luego, en voz baja, dice: "Dong". El bebé se muere de la risa, es demasiado para él.

Este clip de 2006, titulado Hahaha, lleva casi cien millones de visitas en YouTube. Los ejecutivos de Google se lo mostraron a la reina de Inglaterra durante su visita a sus oficinas en Londres. "Qué cosita tan mona, ¿a que sí?", dijo Su Majestad.

Muy mona, pero, ante todo, una prueba de la fascinación por todo lo mono que reina como tendencia cultural. Un movimiento que ha florecido con la guerra, la crisis económica y el Wi-Fi de fondo.

Hasta hace poco, el cuchi-cuchi solía reservarse a la intimidad del hogar. Ahora, con Internet, la gente se siente libre para regodearse masivamente con las monerías en compañía de desconocidos. La web Cute overload, de 100.000 visitas diarias, está repleta de fotos y vídeos de perritos, gatitos y conejitos que al parecer hacen ñam ñam mientras mastican sus comiditas.

"Forma parte de nuestro ADN reaccionar ante lo mono", dice Meg Frost, que fundó Cute overload en 2005. "Cuelgo sólo aquellas imágenes que provocan en mí una reacción audible. Un gritito". La popularidad de su web (y de las más de 150 que, como la suya, catalogan animales bonitos) refleja una infantilización creciente que tampoco escapa a Facebook, donde innumerables usuarios han colgado fotos de cuando eran bebés como imagen de perfil. "¡Alerta: monerías!", advierte el portal de cotilleos The Hollywood Gossip ante una instantánea de Matt Damon y sus "adorables criaturitas" en Central Park.

Hasta los coches se han vuelto más monos. El Mini Cooper se introdujo en el mercado estadounidense en 2002. Siete años después, en plena crisis económica, encaja perfectamente con la imagen cambiante de un país donde General Motors, el fabricante de Cadillac, ha quebrado. Su competencia, Smart (una marca tan mona que escribe su nombre en minúsculas), fue presentada allí en 2008. Aún hay lista de espera. "Si lo miras por delante, donde la rejilla y los faros, parece sonreír", dice Ken Kettenbeil, portavoz de la marca.

En este ambiente, no sorprende que la empresa más monstruosamente rentable de nuestra época tenga un nombre que podría haber inventado un bebé: Google.

Hasta cierto punto, no podemos evitarlo. En la década de 1940, el etólogo Konrad Lorenz propuso —correctamente, según se vio— que instintivamente queremos cuidar de cualquier criatura que tenga aspecto mono. "Lorenz insinuaba que las características infantiles —cabeza grande, ojos grandes, cara muy redondita— estimulan el deseo de dispensar cuidados", explica Marina Cords, profesora de ecología, evolución y biología ambiental de la Universidad de Columbia. "Todos los años estudio los monos azules en Kenia y experimento la misma reacción. Las crías me parecen una monada. Mi asesor me aconsejó que nunca dijera a nadie que ése era un motivo por el que hacemos esto. Pero es difícil evitar esa reacción visceral".

Un estudio científico de 2009 dirigido por la bióloga Melanie Glocker, de la Universidad de Münster (Alemania), ha sido el primero en presentar pruebas sólidas de que los seres humanos experimentan una profunda reacción química en el cerebro cuando miran bebés. En concreto, despiertan una parte del cerebro medio denominada núcleo accumbens. "Es la parte más vieja del cerebro desde un punto de vista evolutivo implicada en el procesamiento de las recompensas", explica la bióloga.

Glocker es una científica y no puede admitirlo, pero sus experimentos han demostrado en gran medida que las monadas provocan adicción física. A nadie debería sorprender que los clips de bebés y animalitos sumen más de 1.000 millones de clics en YouTube. No se trata sólo de niños mirando cosas de niños: más del 80% de los que ven YouTube tiene 18 años o más, según un estudio demográfico del portal.

El mundo de los negocios no es ajeno al poder de lo mono. Gecko, la mascota de la marca de seguros de coches estadounidense Geico, irrumpió en 1999 como un reptil deslizadizo. Con los años se ha ido transformando y ahora tiene una cabeza más redondeada, ojos grandes y demás rasgos que inconscientemente asociamos con los bebés. Es tan mono que nos hace olvidar que representa a una gran corporación que se ocupa de asuntos tan poco adorables como accidentes, muertes y litigios sobre reclamaciones de pagos.

En un artículo de 1979 para Natural History, el biólogo evolucionista Stephen Jay Gould apreció una metamorfosis parecida en Mickey Mouse. Poco a poco, escribía Gould, el personaje evolucionó y dejó de ser el roedor flacucho y socarrón de la era del cine mudo para convertirse en la figura con cabeza regordeta y voz estridente de los años cincuenta en adelante. A medida que Walt Disney, la compañía, iba haciéndose más poderosa y rentable, su rostro público se volvía más mono.

Probablemente, no existen imágenes monas sencillas. Según exponía convincentemente el ensayista Daniel Harris en su libro de 2000 Cute, quaint, hungry and romantic [mono, pintoresco, hambriento y romántico], nuestro disfrute de las cosas adorables tiene un lado oscuro oculto. "Al querer transmitir monadas al espectador privamos a los objetos monos de poder, les imponemos situaciones ridículas haciéndoles parecer más ignorantes y vulnerables de lo que realmente son", escribe Harris. "Las cosas adorables con frecuencia son más adorables cuando se produce un batacazo o una metedura de pata". Cita como ejemplo a Winnie The Pooh cuando se le atasca la cabeza en una colmena y argumenta que, en realidad, los niños no son tan monos; más bien somos nosotros los que nos empeñamos en hacerlos monos. "Internet ha despertado nuestra avidez por estas cosas. Usar a los niños [como el del vídeo Hahaha] para el placer de nuestras necesidades maternales tiene algo siniestro. Disfrutamos tanto cuidando que creamos situaciones en las que nuestros cuidados se hacen necesarios".

La relación de poder más bien enfermiza entre los amantes de lo mono y los objetos que contemplan se observa en Up. La película de Pixar es adorable no sólo porque el protagonista sea viejo y vulnerable. La cinta es un auténtico desfile de personajes necesitados: el niño patoso y gordito con el padre ausente; el perro torpe ávido de afecto; el pájaro en peligro al que persigue el malo. Up explota sin piedad nuestra necesidad de proteger a los indefensos.

Mucho antes de la era de lo mono, cuando reinaba lo cool, el presentador de la NBC Steve Allen hizo mella en la entonces peligrosa imagen de Elvis Presley haciéndole cantar Hound dog a un perro basset. Pero la antigua pose cool ya no es tan cool: lo mejor ahora es parecer poco amenazador. La veterana banda de rock alternativo Weezer, para mantenerse al día, ha promocionado recientemente un producto mono, la manta con mangas snuggie, de la que se han vendido más de cuatro millones de ejemplares. La idea de "al filo" ha envejecido. Solíamos idealizar a las almas torturadas como Jim Morrison, Jimi Hendrix y Janis Joplin, pero sus equivalentes de los últimos años —Kurt Cobain, Elliott Smith y Heath Ledger— han suscitado expresiones de piedad más que otra cosa.

Durante generaciones, los niños no podían esperar a hacerse adultos para fumar, beber, ganar dinero, conducir coches, tener sexo y, si se alistaban en el ejército, matar legalmente a otros seres humanos. Ahora preferimos conectarnos a Internet y pasar de todo mirando fotos de gatitos mientras masticamos magdalenas glaseadas.

La cultura popular nunca sale de la nada. Es un claro reflejo de los tiempos. Así pues, ¿a qué viene tanta monería? ¿Y por qué ahora? Todo el mundo estará de acuerdo seguramente en que la última década ha sido fea. Pero, ¿por qué ha dado paso a los gatitos? Con una recesión en las postrimerías del 11-S y dos guerras interminables, los estadounidenses están produciendo una cultura popular que parece estar diciendo: "Por favor, quiérenos".

Durante la era Bush, la imagen estadounidense cambió de protectora a invasora, de la de defensor de los derechos humanos a la de agresor que busca lagunas en los Acuerdos de Ginebra. Parece lógico que la monería popular surgiera como una especie de corrección, como para convencer a los propios estadounidenses y a sus amigos de que no eran tan malos como sus recientes acciones les hacían parecer. La monería se inició como una forma cobarde de resistencia, una rebelión de terciopelo dirigida por emoticonos.

Se lo merezca o no, a Obama se le representa continuamente como mono. Una imagen de los primeros días de su presidencia mostraba el cambio de aires que acompañó al cambio de guardia: una cámara captó a una pata y sus patitos cuando atravesaban el césped de la Casa Blanca. En abril, el periódico online

Huffington Post hizo una encuesta para elegir los "momentos más monos de Obama". Entre las imágenes, Obama con el

conejito de Pascua, Obama llevando al perrito Bo por el vestíbulo de la Casa Blanca y Obama frunciendo la nariz mientras baila con la primera dama en un baile inaugural. Suficiente como para hacerte añorar a Dick Cheney.

Lo mono también está filtrándose en el lenguaje. El neologismo cutegasm (traducible como monogasmo) ha sido definido en Urbandictionary.com como "reacción que uno siente al estar expuesto a algo demasiado mono. Puede tratarse de una respuesta emocional, física o incluso sexual". Un ejemplo: "Cuando Holly vio al bebé intentando bailar, tuvo un monogasmo".

La desdicha social y lo mono parecen ir de la mano. El precedente en este campo ha sido Japón. La fiebre por lo mono empezó allí, influida en buena parte por las películas Disney Bambi y Fantasía, en la sombría cultura de posguerra de la nación derrotada en las décadas de 1940 y 1950. Y prosigue ahora bajo el nombre de kawaii. Cada prefectura japonesa tiene, en la actualidad, su propia mascota mona. Lo mismo que muchas grandes empresas. Los letreros públicos se llenan con personajes monos que dan consejos de seguridad y otras instrucciones. Unos cuantos aviones de pasajeros de All Nippon Airways están pintados con enormes pikachus, el personaje de Pokémon.

El gusto por lo mono en Estados Unidos sin duda ha bebido del país asiático. Gwen Stefani, por ejemplo, ha tomado prestado el estilo kawaii para su última gira. El director creativo de Disney y Pixar, John Lasseter, es un fan del director de animación Hayao Miyazaki (y podemos decir sin temor a equivocarnos que cada película animada estadounidense de los últimos diez años bebe también del cineasta japonés). El rostro sin expresión de Hello Kitty, de la empresa japonesa Sanrio —que factura 1.000 millones de dólares anuales—, se ha infiltrado con éxito en la cultura estadounidense, con Miley Cyrus o Britney Spears luciendo sus accesorios por la alfombra roja.

Un personaje mono que emergió de la basura atómica fue Astroboy. Creado por el genio del manga Osamu Tezuka, es un robot de ojos grandes y aire de muchacho construido por un científico para sustituir a su hijo muerto. Su nombre recuerda los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki: en japonés no se llama Astroboy, sino Tetsuwan Atomu (Átomo, el brazo poderoso). Al igual que su contemporáneo Godzilla, es atómico y tiene gran capacidad destructiva. En la época de su creación, Japón tenía que confiar en la amabilidad de sus conquistadores para poder recuperarse.

"Sin duda alguna, lo mono ha sido parte de la estética japonesa desde los años de la posguerra", afirma Roland Kelts, autor del libro de 2006 Japanamerica: how japanese pop culture has invaded the U.S. [Japanamerica: cómo la cultura pop japonesa ha invadido Estados Unidos]. "Una teoría propuesta por muchos artistas y académicos japoneses señala que, tras la humillación y mutilación del país en esos años, Japón desarrolló una extraña posición de 'hermano pequeño'. Y si te conviertes en eso, la única forma que tienes de conseguir la atención del hermano mayor es siendo tan mono que no le quede otra que cuidarte. Además, como la vieja idea de querer preservar la intimidad está dando paso a la idea de hacer lo que sea para que te conozcan, qué mejor estrategia que ésa: ser tan mono que necesites que te cuiden", argumenta Kelts. "Ésa ha sido, en cierto modo, la posición de Japón durante los últimos 60 años: 'Fabricaremos vuestros productos muy, muy requetebién, y vamos a ser el mejor hermanito de todos".

La película Astroboy ha terminado por cerrar el círculo. Se estrenó en octubre de 2009, unos 50 años después de que Tezuka lo armara con los escombros atómicos. Resulta raro, pero seguramente es correcto, pensar que cada vez que miramos una imagen mona en la actualidad estamos viendo algún extraño efecto secundario de la Segunda Guerra Mundial. Las monadas que crearon nuestras bombas han vuelto para seducirnos.

Aunque claro, la dulzura que puedes tragar antes de que se te antoje algo salado tiene un límite. Y ya hay en marcha un reajuste. Un tráiler falso para una película de acción apocalíptica llamada My little pony: reign of buttercup sprinkles [mi pequeño pony: el reino del azúcar espolvoreada en los pastelitos] se burla de todo ello en YouTube. En apenas tres minutos, los caballitos vuelan, conducen bólidos y cocean a prisioneros humanos durante interrogatorios estilo Abu Ghraib. El tráiler detiene su ritmo para mostrar el discurso de un presidente negro tipo Obama: "Hemos cabalgado en sus lomos. Los hemos comprado para nuestras hijas, ¡pero ahora debemos reafirmar la autoridad de la humanidad y abatirlos! Sus ejércitos llegarán en un arco iris de colores, olerán y brillarán como el algodón de azúcar, ¡pero no os engañéis! Se trata de una guerra entre la humanidad y la ponidad".

South Park también ha reaccionado al fenómeno de lo mono con una alusión al vídeo del bebé Hahaha: "Cierra tu puñetera boca, bebé, y deja ya de reírte". Sin embargo, a pesar de la labor de detractores tan hábiles, que nadie ponga en duda el poder de lo mono. Hará fruncir la nariz a sus críticos y los silenciará con su suavidad.

© Jim Windolf. Publicado originalmente en Vanity Fair.

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