viernes, 10 de diciembre de 2010
Perturbadora y adictiva...
Perturbadora y adictiva Highsmith
La autora de las novelas del amoral y seductor Tom Ripley fue una de esas personas que nunca se puso de acuerdo con la vida
En 1952 apareció una novela titulada inquietantemente El precio de la sal que contaba una problemática historia de amor entre dos mujeres con insólito final feliz. La autora, por precaución o por miedo, se refugiaba en el seudónimo de Claire Morgan. Treinta y tantos años después ese texto se reimprimía con el título de Carol y la celebérrima Patricia Highsmith declaraba que lo había escrito ella. En el epílogo explicaba las comprensibles razones del anonimato inicial. Finalizaba con estas palabras: "Me alegra pensar que este libro le dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".
Intuyes que estaba pensando en lesbianas al hablar de soledad y de miedo. Es probable que esa condición sexual en una época represiva se identificara emocionalmente y encontrara su refugio en Carol. Pero esa escritora excepcional, esa inigualable creadora de atmósferas y de pesadillas, puede ampliar a millones de lectores de cualquier edad y condición los efectos hipnóticos, las noches en blanco devorando páginas, el desasosiego, la intriga, el pavor, la humanidad, la compasión y la impagable compañía que nos ha regalado su obra. Y ésta es afortunadamente muy prolija, ajena a las modas, demostrativa de que esta señora sabía infinitas cosas sobre los volcanes que habitan en el cerebro y en el corazón de las personas, sobre lo imprevisible y malvado que puede ser el destino, sobre la supervivencia a precio alto.
El cuelgue con esa prosa adictiva me ocurrió hace mucho tiempo, antes de que la bendita Anagrama comenzara a publicar la obra completa de la buceadora de tinieblas y se convirtiera en un gozoso y continuo best seller. Un amigo me regaló un tomo de la editorial Carroggio habitado por Extraños en un tren y las dos aventuras iniciales del ambiguo, turbio, expeditivo, amoral y seductor Tom Ripley. Viendo la excelente película de Hitchcock sobre el perturbador intercambio de asesinatos familiares que le propone un obsesivo psicópata a su desconocido compañero de viaje, intuías que el material literario tenía que ser potente. También te entraban ganas de saber más cosas sobre los mecanismos mentales de ese tortuoso señor que mata al amigo de conveniencias y suplanta su personalidad, que interpretaba Alain Delon en A pleno sol. Probar la droga que representa el universo de Patricia Highsmith te condena felizmente a seguir consumiéndola eternamente, a descubrir y releer con idéntico placer sus adrenalínicas novelas y sus siempre inquietantes relatos. Poco después me encontré en la añorada colección de novela negra de la editorial Noguer con la terrible El grito de la lechuza, crónica de la tela de araña que envuelve a un hombre desolado e insomne debido a su separación matrimonial y que intenta consolarse ejerciendo de inofensivo voyeur de la aparente felicidad ajena. Recuerdo el impacto de esas lecturas con sensaciones parecidas al inolvidable descubrimiento del magistral William Irish (especialista en arranques y planteamientos aterradores, aunque a veces se le olvide dar coherencia a los desenlaces) y del siempre trágico y conmovedor David Goodis.
El rostro de dama tan penetrante y sabia que muestran las fotografías que aparecen en sus libros no es precisamente hermoso ni plácido, revela tormentos interiores y misterio, la expresión de los que nunca se han puesto de acuerdo con la vida. El amigo que me inició en su escritura, mitómano con causa, se propuso conocer y entrevistar a esta señora que nunca prodigaba sus apariciones públicas ni sus opiniones. Lo consiguió. Me contó que vivía en una casa en el campo, que intentaba ser amable, pero que su expresividad oral era mínima, que como los solitarios que mantienen un contacto mínimo con el mundo exterior le costaba un esfuerzo enorme responder con algo que no fueran monosílabos. Me contaba que al despedirse de ella no pudo evitar imaginarse lo que podría haber oculto bajo la tierra del jardín. Estaba pensando en Ripley y en su letal facilidad para mandar al otro barrio y no dejar huellas de la sepultura a cualquier enemigo que pretenda acorralarle, que amenace la laboriosa estabilidad económica, social y sentimental que ha alcanzado su turbulenta existencia. Sin sentido de culpa, con violencia seca, con eficiencia, con feroz pragmatismo.
Las cinco novelas que componen la saga del ambiguo y siempre peligroso Tom Ripley chorrean tensión e incertidumbre, pero te permiten dormir bien. Ese antihéroe, ese profesional de la impostura, posee una determinación y un extraño encanto que te ponen de su parte, en el fondo sabes que va a sobrevivir aunque todo se le ponga muy chungo. El auténtico agobio, el permanente clima de sospecha que se va transformando progresivamente en el infierno, la angustia, el desamparo, el vértigo y el miedo, están inmejorablemente descritos en El temblor de la falsificación, El juego del escondite, Rescate por un perro, La celda de cristal, El diario de Edith, Ese dulce mal. Son mis favoritas en el recuerdo, pero seguro que se intercambian con otras si vuelvo a revisitar por completo el planeta Highsmith.
Esa literatura que habla implacablemente de los alterados estados de ánimo, de los fantasmas que se instalan dolorosamente en el cerebro, de cómo el horror siempre anda rondando a la cotidianeidad también es poderosamente narrativa. Siempre ocurren cosas y la mayoría perversas. El estilo de Highsmith no está excesivamente preocupado por las frases memorables y sí por la construcción de la trama, por el tono opresivo, por transmitirnos y contagiarnos el desasosiego y el tormento de gente acosada. Y lo consigue. Es droga profunda y dura, nada que ver con el diseño.
Tom Ripley. Patricia Highsmith. Traducción de Jordi Beltrán. Anagrama. 1.280 páginas. 24 euros.
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