viernes, 28 de junio de 2013
Seis balas para Andy Warhol
Seis balas para Andy Warhol
Una botella de cocacola, un bote de sopa, un billete de dólar, un revólver, la silla eléctrica, el rostro de Marilyn... Ser ante todo visible y hacer del espíritu un buen envase exterior fue lo que aportó el inventor del pop-art al mundo del arte
Inventó la frivolidad como una actitud estética ante la vida y dictaminó que la esencia de las cosas sólo está en los envases. Este creador fue Andy Warhol, nacido en Pittsburgh, Pennsylvania, en 1928, hijo de un minero del carbón, emigrante eslovaco. Después de bautizarse en el rito católico bizantino el niño a los 13 años obtuvo la enfermedad del baile de san Vito, que le forzaba a mover las cuatro extremidades de forma incontrolada. Proscrito por sus compañeros de colegio debido a su rara pigmentación de la piel, postrado en cama largo tiempo y protegido en exceso por su madre, el pequeño Andy sólo halló salida alimentándose de héroes del cómic y de prospectos con los rostros de Hollywood, una mitomanía de la que ya no se recuperó.
Tampoco está claro que superara el síndrome del baile de san Vito, si se tiene en cuenta que, instalado en 1949 en Nueva York, no paró de moverse el resto de su vida en medio de un cotarro frenético de aristócratas excéntricos, artistas loquinarios, bohemios, drogadictos, modelos y otras aves del paraíso a los que, como gurú de la modernidad, comenzó a otorgar a cada uno los 15 minutos de fama que les correspondían y por los que algunas de estas criaturas estaban dispuestas a morir y a matar, como así sucedió.
Al principio Andy Warhol se dedicó a la publicidad, a ilustrar revistas y a dibujar anuncios de zapatos, pero hubo un momento en que ante una botella de cocacola, un bote de sopa, un billete de dólar y el rostro de Marilyn tuvo una primera revelación. Pensó que ciertas figuras y productos comerciales eran los verdaderos iconos de la vida americana y había que introducirlos en el territorio sagrado de la cultura y del arte. El pop-art que acababa de inventar necesitaba un fundamento filosófico y todo gran desparpajo lanzó al mundo este manifiesto: la cocacola iguala a todos los humanos. "En América los millonarios compran esencialmente las mismas cosas que los pobres. Ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una cocacola mejor que la que está bebiéndose el mendigo en la esquina. Todas las cocacolas son la misma y todas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el presidente los sabe, el mendigo lo sabe y tú lo sabes".
Su filosofía de la superficie de las cosas se presentó en sociedad en 1954, en una exposición de la galería Paul Bianchinni, en el Upper East Side, titulada El Supermercado Americano, montada como una tienda de comestibles con pinturas y pósters de sopas, carnes, pescados, frutas y refrescos, mezclados con esas mismas mercancías auténticas en los estantes. La diferencia estaba en el precio. Un bote de sopa valía dos dólares en la realidad y costaba dos mil en la representación. Hoy un dólar es un dólar, pero si el billete está pintado por Warhol vale en una subasta seis millones de dólares.
Andy siguió añadiendo al arte más iconos de la vida americana, la silla eléctrica, el revólver, las cargas de la policía contra los manifestantes de los derechos humanos, los coches, los botes de sopa Campbell, los rostros de las celebridades de Hollywood, mientras a su alrededor se iba condensado un grupo de seres extraños, que eran mitad cuerpo humano real y el resto ficción o decoración. Todos revoloteaban alrededor de su estudio, la famosa Factoría, en la Calle 47 y la Séptima Avenida, empapelado por entero con papel de aluminio.
El salto cualitativo lo dio este artista ante el caso extraordinario de una exposición de 1964 en Filadelfia cuando por un percance del transporte no llegaron a tiempo los cuadros a la galería para la inauguración. El público llenaba la sala con las paredes desnudas y Andy desde un altillo descubrió que aquel espacio se parecía a una pecera llena de crustáceos que se movían en un baile de san Vito, excitados unos por otros, como única fuente de energía. A nadie le importaban las pinturas. La expectación sólo la proporcionaba la presencia del artista rodeado de sus criaturas, a las que todo el mundo trataba de parecerse. En ese momento tuvo Warhol su segunda revelación. La única forma de existir consistía en reflejarse en el espejo del otro. Si una cocacola o un bote de sopa Campbell es un icono americano, ¿por qué no puedo serlo yo? No importaba lo que había pintado, su verdadera creación eran aquellos extraños seres que había conseguido reunir entre cuatro paredes blancas y que no se parecían en nada al resto de los habitantes de Nueva York, sino sólo a sí mismos como tribu. El rostro blanco con polvos de arroz, adornada la cresta roja con plumas de marabú y el cuerpo anoréxico alicatado con cristales de colores, de esa tribu formaban parte Valerie Solanas, feminista radical, violada por su padre, perdida desde los 15 años como una mendiga por las calles de Manhattan, que había escrito un guión titulado Up your ass (Mételo por el culo); Edie Sedgwick, hija de un millonario californiano, nacida en un rancho de 3.000 acres, que desembarcó en Nueva York como modelo con toda su belleza anfetamínica, acogida por su abuela en un apartamento de 14 habitaciones en Park Avenue; la cantautora Nico, la actriz Viva, Gerard Malanga, Ultra Violet, Freddie Herko, Frangeline, el escritor John Giorno, el cineasta Jack Smith, el grupo de música The Velvet Underground, Lou Reed, las chicas del Chelsea y un resto de jovenzuelos sin nombre pintarrajeados que entraban y salían de La Factoría, muchos de ellos dedicados sólo a mear sobre unas planchas de cobre para conseguir con la oxidación de la orina unos matices insospechados en los grabados, a los que a veces se añadía mermelada de frambuesa, chocolate fundido y semen humano. Era su parte en el cuarto de hora de fama.
Esta frenética cabalgada hacia el vacío impulsada con películas underground, experimentos con drogas, sexo en los ascensores, gritos en la noche, sobredosis en los retretes, que constituía la modernidad de los años sesenta en Nueva York, terminó abruptamente cuando el 3 de junio de 1968 Valerie Solanas, pasada de rosca, entró en La Factoría dispuesta a que Warhol le devolviera el guión que le había entregado. No estaba dispuesto a rodarlo, le parecía demasiado obsceno, pero lo cierto es que lo había perdido. Mételo en el culo. Fue suficiente para que Valerie sacara un revólver, el mismo que el artista había pintado como icono, y le sirviera todo el cargador, seis balazos, uno de los cuales le atravesó el cuerpo y casi lo llevó a la sepultura, de la que fue rescatado después de una operación quirúrgica de cinco horas, cuyas cicatrices se convirtieron en un póster. "Tenía demasiado control sobre mi vida" -dijo Valerie en el juicio-. Pero la fama siempre encuentra a otro más famoso. Este hecho fue oscurecido por el asesinato de Robert Kennedy unos días después. Se acabó el baile de san Vito. Desde entonces Warhol parecía un hombre de cartón piedra, decían las aves del paraíso que revoloteaban sobre su peluca plateada. Por otra parte Edie Sedgwich también se había destruido. Una mañana apareció muerta en la cama ahíta de barbitúricos. Sólo Basquiat, el negrito grafitero, rescatado por Warhol salió disparado hacia la gloria.
Ser ante todo visible y hacer del espíritu un buen envase exterior fue lo que aportó Andy Warhol al mundo del arte. Por eso este artista diseñó también su funeral, celebrado en la iglesia bizantina del Espíritu Santo de Pittsburgh el 22 de febrero de 1987. Su féretro era de bronce macizo con cuatro asas de plata. Warhol llevaba puesto un traje negro de cachemira, una corbata estampada, una peluca plateada, gafas de sol con montura rosa, un pequeño breviario y una flor roja en las manos. Según las crónicas, en la fosa su amiga Paige Powell dejó caer un ejemplar de la revista Interview y una botella de perfume Beautiful de Estée Lauder. Pudo haber añadido un bote de sopa Campbell, un billete de dólar, una cocacola y un revólver. Toda América.
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