miércoles, 19 de junio de 2013

Somos tan pesimistas...


Somos tan pesimistas

¿Moda intelectual o actitud ante la vida? El pesimismo es el rasgo definitorio de la España del siglo XX, una clave que sigue viva en nuestros días. Rafael Núñez Florencio lo analiza en un ensayo

Uno de los novelistas de mayor éxito en España y fuera de ella, Javier Marías, al presentar el último tomo de su trilogía Tu rostro mañana, declara -y así aparece en un gran titular-: "España es un país difícil, ingrato, del que no se puede fiar uno". En la entrevista añade el afamado autor que este es un pueblo "abrupto", "un país con el que nunca se sabe"... "España es un país exacerbado con frecuencia y en el que hay una extraña saña que está bastante asentada" (EL PAÍS, 24 de septiembre de 2007). Valoraciones y hasta adjetivos muy parecidos son los que emplea el también narrador Julio Llamazares para referirse a la "patología social" de este "país ensordecedor, áspero, vehemente". Otro columnista de renombre del mismo rotativo, el sociólogo Enrique Gil Calvo, recibe poco antes el premio Jovellanos por un ensayo titulado La ideología española. (...) Un periodista pregunta al galardonado si "la persistencia histórica de los problemas que argumenta ¿no lleva al pesimismo, casi al fatalismo?". Y el sociólogo responde: "Al pesimismo, por lo menos, por supuesto. He tenido que leer muchos libros sobre el siglo XVIII, que es el momento histórico de decadencia del Imperio en que empieza todo esto, y es asombroso comprobar cómo todo sigue siendo lo mismo.

Esta última frase es la que sirve para titular la entrevista en cuestión (La Nueva España, 21 de enero de 2006). El tono pesimista que explicitaba sin ambages el autor no era un asunto coyuntural, pues un par de años después publicaba otro libro (La lucha política a la española, título de por sí elocuente) en el que se extendía sobre el mismo asunto y profundizaba en la misma óptica: el escenario político español como ámbito de la crispación, la conflictividad desmesurada como patología nacional poco menos que endémica y, en suma, el corolario de un país siempre proclive a dirimir sus diferencias internas a mamporro limpio (la portada era precisamente una caricatura de Zapatero y Rajoy como púgiles en un combate de boxeo).

(...) Como actitud personal ante la vida, el pesimismo aparece en casi todas las comunidades humanas. Pero como gesto cultural o moda intelectual, ha estado en unas etapas más en boga que en otras. Hay movimientos, como el Barroco, que no pueden entenderse sin esa visión negativa del universo. El pesimismo contemporáneo cuenta con una ilustre nómina de propagandistas, de Schopenhauer a Cioran, pasando por Spengler o Heidegger. En España, el lastre de las actitudes pesimistas ha condicionado el siglo XX, del 98 al desencanto.

"Me agrada un cementerio / de muertos bien relleno, / manando sangre y cieno / que impida el respirar / y allí un sepulturero / de tétrica mirada / con mano despiadada / los cráneos machacar". Estos versos, de una estética que hoy llamaríamos gore, los escribió Espronceda y forman parte de un poema que, para estar a tono, se titula La desesperación: negruras, graznidos, sangre y lodo, cráneos machacados y cadáveres insepultos conforman un marco lúgubre, casi de gran guiñol, que era muy del agrado de toda una generación y un medio cultural, el romanticismo.

Con el tiempo, este desarraigo romántico aparecerá como un ingenuo juego de niños. Los movimientos revolucionarios o simplemente rebeldes extienden la crítica de un "orden burgués" considerado no solo un sistema opresor, sino una estructura podrida en sus cimientos, caduca, castradora y alienante. El genio creador nunca puede estar a gusto en esta sociedad de mediocres. El artista de fines del XIX, en el fondo un neorromántico, tiene que ser un insatisfecho, un desarraigado. La angustia y el desconcierto son sus coordenadas. De esas fuentes beberán también otros grupos emergentes, como los que pronto serían conocidos como "intelectuales".

En el marco español esa semilla hipercrítica, que raya en ocasiones en el nihilismo, fructificará con especial vigor. Estaba el terreno abonado para ello. La característica hispana será que ese talante reprobatorio se dirigirá contra el propio país, su cultura, su historia y sus habitantes hasta conformar un negativismo exacerbado. No es, como se dice a veces, consecuencia del 98. Basta fijarse como había arraigado desde mucho antes como verdad incontrovertible la noción de decadencia. En 1854 el Cánovas historiador presentaba la decadencia española como asunto colosal, sin parangón en la historia universal. No era extraño por tanto, sino congruente con ello, que el Cánovas gobernante considerara que los españoles simplemente eran... "los que no podían ser otra cosa".

Es cierto que la pérdida de Cuba y sobre todo la humillante derrota ante Estados Unidos intensificará esa falta de autoestima colectiva, pero a menudo se asimila impropiamente como "literatura del desastre" planteamientos que son anteriores. Baste consignar en este sentido el dato de que Los males de la patria, de Lucas Mallada, una obra que pasa por ser clave del regeneracionismo, aparece en 1890. Pero en todo caso es incuestionable que en las primeras décadas del siglo XX se extiende como una epidemia intelectual la lamentación, el fatalismo y hasta un cierto masoquismo nacional (que puede representar muy bien la figura de Joaquín Costa).

De este modo, la nación "sin pulso" (Silvela), agonizante (Maragall), absurda (Ganivet), sumida en el marasmo (Unamuno), tristísima (Azorín), cainita (Machado) y mezquina (Baroja), llega a la sima de su declive. Ortega recogerá el testigo y diagnosticará contundentemente en España invertebrada "que de 1580 hasta el día cuanto en España acontece es decadencia y desintegración".

(...) La noción de fracaso, con todo lo que ello implica, vendrá a la postre a sustituir al antes omnipresente concepto de decadencia. Se impone una vez más una interpretación esencialista, según la cual los reveses de España no son casuales, sino el resultado de un mal profundo, llámesele como se le quiera llamar. Así, María Zambrano dirá que "inteligencia" y España son términos antitéticos. Otros se fijarán en el "fondo atávico" del español para dictaminar que este es un pueblo nacido para la muerte, que hace de la sangre derramada su "fiesta nacional": es la resurrección de la España negra, con Franco ahora como nuevo Torquemada y el nacionalcatolicismo como nueva Inquisición. Así al menos se lamentan los poetas: tierra anegada en sangre (Miguel Hernández), las "llagas de España" (Rafael Alberti), España madrastra (Cernuda), país del rencor (León Felipe), vieja y seca España (José Hierro).

En teoría, la consecución de un régimen democrático vendría a poner punto final a tal estado de cosas. En el terreno que aquí se considera, el paradigma de la normalidad sustituye a las nociones de inferioridad, fracaso y excepcionalidad. No hay que olvidar empero que en el ámbito ideológico las cosas no son tan lineales y sencillas. Es sintomático que el estado de ánimo más característico de la transición a la democracia no fuera la euforia, ni siquiera la satisfacción por los logros alcanzados, sino el llamado "desencanto". Y es que no se pueden dar muchos pasos en una determinada dirección y luego intentar dar la vuelta, como si nada hubiera pasado. En conjunto, puede decirse que los españoles solo aceptaron sin ambages un balance favorable de la transición cuando esta adquirió categoría de modélica en la estimación foránea. Aun así, el rasgo más destacado de nuestros días es la enésima revisión (negativa) de ese tránsito partiendo de olvido, traición y vergonzoso "pacto de silencio"

Pese a que se ha llegado a una innegable equiparación con nuestros vecinos europeos en todos los aspectos, la historiografía española sigue recurriendo insistentemente a los términos de postración, amargura y desengaño como estigmas que acompañan nuestra trayectoria reciente.

El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto, de Rafael Núñez Florencio. Editorial Marcial Pons. Precio: 23 euros.

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